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Oyó un tiro lejano, después el estrépito de las peguetas que volaban riéndose con estridentes chillidos; las vio pasar sobre su cabeza. No se movió. Que se fueran al diablo.

Frígilis prefería mojarse a campo raso, y arrastraba consigo a Quintanar lejos de Vetusta, cerca del mar, a las praderas y marismas solitarias de Palomares y Roca Tajada, donde fatigaban el monte y la llanura, persiguiendo perdices y chochas en lo espeso de los altozanos nemorosos; y en las planicies escuetas, melancólicos y quejumbrosos alcaravanes, nubes de estorninos, tordos de agua, patos marinos, y bandadas obscuras de peguetas diligentes.

Y sentía comezón de hablar y ansias de llorar. ¿Por qué no abría el pecho al amigo del alma, al verdadero, al único? No se lo abrió. «No era tiempo». Para perseguir un bando de peguetas que volaba de prado en prado, siempre alerta, se separaron.

Por eso los perseguía tenaz, irritado. Se separaron. Si las peguetas iban por un lado al escapar del prado que cubrían tiñéndolo de negro, se encontraban con la descarga de Crespo; si tomaban por el otro lado, disparaba don Víctor. El cual se quedó solo, sobre una loma dominando el valle.

Los dos eran crueles perseguidores de las codornices, peguetas y chochas; pero mucho más terribles y empedernidos aún de las liebres. Apenas venían algunos días despejados, estos veloces o inocentes animales tenían que sufrir una violenta persecución por parte del gremio notarial, activamente secundado por media docena de galgos que, para que mejor corriesen, se les dejaba morir de hambre.