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Actualizado: 28 de julio de 2025


Por tercera vez salió la llama del montón, próximo ya á convertirse en hoguera, y envolvió con una horrenda caricia la cabeza del zorro, el cual, tratando de huirla, principió á enroscarse, lanzando al mismo tiempo continuos chillidos.

Empaquetado todo el mundo, se confunden en el aire los ladridos del perrito, la tos del fraile, el llanto de la criatura, las preguntas del francés, los chillidos del bambino, que arrea los caballos desde la ventanilla, los sollozos de la niña, los juramentos del militar, las palabras enseñadas del loro, y multitud de frases de despedida.

Limitábanse a coger del brazo a las mujeres y a irlas sacando al patio: era una lucha parcial, en que había de todo: chillidos, pellizcos, risas, palabras indecorosas, amenazas sordas y feroces.

Allí fue el mesarse las venerables canas, el revolcarse por el suelo, y el dar tan formidables chillidos, que Mutileder, aunque estaba lejos, acudió al sitio, oyéndolos. El infeliz amante supo entonces toda la enormidad de su infortunio, mas demasiado tarde por desgracia.

Era una cosa blanda que se retorcía lanzando ahogados chillidos, aprisionada por la arena y el arco de puente que formaban sus zapatos entre la planta y el tacón. Se inclinó hasta tocar el suelo y, levantando el pie, extrajo aquella cosa animada de su dolorosa esclavitud. Vió que eran dos hombrecillos sobre los que había puesto su pie sin saberlo.

Tres enanos que vagaban sobre su vientre, explorando por última vez los bolsillos de su chaleco, cayeron de cabeza sobre la tupida hierba de la pradera y trotaron á continuación dando chillidos como ratones. Sin dejar de huir se llevaban las manos á diferentes partes de sus cuerpos magullados, mientras una carcajada general del público circulaba por los lindes de la selva.

Y no fué esto lo peor para ellos, pues el Hombre-Montaña se levantó á continuación, de un salto, y empezó á dar patadas en el suelo, persiguiendo á las figurillas negras, que huían aterradas en todas direcciones lanzando chillidos.

El doctor, que remontaba, bufando de angustia, esta rampa interminable, sintió de pronto que crujía bajo sus pies é iba á romperse definitivamente, haciéndole caer de una altura igual á doce ó quince veces la longitud de su cuerpo. El terror le hizo pedir socorro con chillidos de angustia.

La idea de estar cerca de ella le confundía de tal suerte, que más de una vez se le cayó la espuerta de la mano, derramándose en la escalera. Pero de ningún modo podía saciar la ardiente sed de sus ojos, que anhelaban ver á la hermosa dama. Sintió lejanos chillidos de niños juguetones; pero nada más. La gran señora por ninguna parte aparecía.

La esposa del maestrante salvó de dos pasos la distancia que la separaba y cayó sobre ella como un tigre hambriento. Golpeó, mordió, desgarró. Sus uñas dejaron al instante surcos morados en aquel rostro cándido. La sangre comenzó a brotar. La niña, loca de terror, lanzaba chillidos penetrantes. Apenas tuvo tiempo a ver a su madrina. No sabía qué era aquello.

Palabra del Dia

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