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Los mangos de los cuchillos provenían de un servicio encargado a Sajonia por Luis XV. Si el señor Le Bris hubiese gustado de las antítesis, habría podido hacer una comparación muy interesante entre el mobiliario de la señora Chermidy y el de la duquesa de La Tour de Embleuse.

Era la señora Chermidy que había querido ver con sus propios ojos si la novia aun estaba viva. Después de la ceremonia, una silla de postas con cuatro caballos llevó a los viajeros hasta la barrera de Fontainebleau, pero desde allí retrocedió al bulevar exterior y regresó al palacio Villanera. Era necesario tomar al pequeño Gómez y dar a Germana algunas horas de reposo.

»Tu amigo La señora Chermidy al doctor Le Bris «París, 13 de agosto de 1853. »Llave de los corazones, mi estimado amigo, he aquí una grande y magnífica noticia. Mme. de Sevigné se la haría esperar durante dos páginas; yo voy más pronto al grano y se la espeto en seguida. ¡Soy viuda, amigo mío; viuda sin apelación; viuda en última instancia, como si el notario lo hubiese rubricado!

Todas esas mamás son las que te han criado. Yo soy tu verdadera madre, la única madre, la que te ha dado el ser. El niño sólo comprendió que aquella señora le reñía, y se echó a llorar amargamente costando gran trabajo consolarlo a Germana. Ya ve usted, señora dijo ésta a la viuda , que nadie la retiene aquí, ni aun el marqués. He aquí mi ultimátum respondió la señora Chermidy altivamente.

Buscaba ante todo aquello que podía distraer a la joven para que se sintiese más interesada por la vida. Quizás aquel hombre tímido, como todos los hombres verdaderamente fuertes, evitaba explicarse a mismo el sentimiento nuevo que le atraía hacia ella. Temía verse preso entre dos deberes contrarios; no se podía ocultar que estaba ligado por toda la vida a la señora Chermidy.

La señora Chermidy pudo observar que el cerrajero escuchaba atentamente. Háblenos usted de venenos modernos dijo al doctor , de los venenos empleados en nuestros días, de venenos en servicio activo. ¡Ay señora! contestó . Estamos en plena decadencia. No es difícil matar a las gentes: un pistoletazo basta y sobra para ello. Pero se trata de matar sin que queden vestigios.

Si nadie nos espera en el puerto y nos vemos abandonados entre las garras de esos faquines políglotas que zumban alrededor de los viajeros, nuestro primer sentimiento es una mezcla de desprecio, repugnancia y desaliento. La señora Chermidy llegó muy disgustada al hotel de Trafalgar.

Nunca la señora Chermidy había estado tan bella y tan radiante. Su cara parecía un sol; el triunfo relampagueaba en sus ojos; su sillón parecía un trono, y su voz sonaba como un clarín. Se levantó para recibir al duque; sus pies no tocaban sobre la alfombra y su cabeza, soberbia de alegría, parecía ascender hasta el techo. El viejo se detuvo atontado y jadeante al verla de tal modo transfigurada.

Iba la señora Chermidy a seguir el consejo de su prima, cuando el comisionista del hotel llegó con gran alboroto a comunicarle que los señores de Villanera habían desembarcado en la isla en el mes de abril, con su médico y toda la servidumbre; que los habían llevado a la villa Dandolo, y que debía haber muerto hacía ya tiempo si es que no se encontraba mejor a estas horas.

El señor de Villanera cree cándidamente en su falsa resignación y creería cometer un crimen abandonando a esta heroína del amor maternal. Para terminar, y con objeto de acallar sus nobles escrúpulos, la señora Chermidy ha susurrado al oído del conde: «Cásese usted por poco tiempo.