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¡Señora! dijo a la desconocida , usted es la señora Chermidy. Esta se levantó a su vez y avanzó hacia Germana como para pasar sobre su cuerpo y contestó: , soy la madre del marqués y la esposa, ante Dios, de don Diego. ¿En qué me ha reconocido? Por el tono con que ha hablado del niño. Fue dicho esto tan dulcemente, que la señora Chermidy se sintió sobrecogida por un sentimiento extraño.

El conde besó la mano a la señora Chermidy y corrió al hotel de su madre. La linda mujer quedó con el doctor. Puesto que hay gentes que carecen de pan dijo , veamos, doctor, ¡una taza de café!... ¿Cómo me las arreglaría yo para ver a esa mártir del pecho? Porque es necesario que sepa yo a quién confío a mi hijo. Puede usted verla en la iglesia, el día de la boda.

El contentarse con poco, que es una virtud en los trabajadores, es el último grado de la abyección en los hombres desocupados y ricos. El pobre duque estaba en lo más bajo cuando dos personas le tendieron la mano por motivos bien distintos. Sus salvadores fueron el barón de Sanglié y la señora Chermidy.

Recorrió la casa, puso en pie a todos los dormilones que hallaba en su camino y bajó las escaleras del jardín de cuatro en cuatro peldaños. No pensaba el doctor que la señora Chermidy fuese capaz de cometer un crimen; pero, sin embargo, dejó escapar un suspiro de satisfacción al encontrar a Germana como la había dejado. Le tomó el pulso antes de decir palabra y luego habló.

Hermosa dama, la vida no carecerá jamás de poesía para los que tengan la dicha de ver a usted. Este cumplimiento fue disparado con una tal ampulosidad de galantería burguesa, que toda la asamblea aplaudió. El señor Domet se ruborizó hasta el blanco de los ojos y miró las puntas de sus zapatos. Pero la señora Chermidy le llamó de nuevo a la cuestión.

Así pudo detener ciertos rumores que circulaban acerca del matrimonio del conde; probó a algunas almas crédulas que no había habido nunca nada entre ella y el conde de Villanera. ¿Cómo suponer que la señora Chermidy invitara al suegro de su amante? Explotó este nuevo conocimiento con igual habilidad que los antiguos.

Pero los médicos de París son filósofos imperturbables que viajan entre el lujo y la miseria, sin extrañarse de nada, del mismo modo que pasan del calor al frío sin resfriarse. La señora Chermidy estaba envuelta en vestido acolchado de raso blanco. Con aquel traje parecía una gata sobre un edredón, una joya en su estuche.

La señora Chermidy y su inseparable le Tas desembarcaron el 24 por la noche en la ciudad de Corfú. La viuda del comandante había hecho las maletas a toda prisa. Apenas si tomó el tiempo preciso para reunir cien mil francos para el salario de Mantoux y gastos imprevistos.

Ella le reconoció a la primera ojeada, por haberle visto el día de la boda. Sabía que era abuelo de su hijo, padre de Germana y millonario a expensas de don Diego. Una mujer como la señora Chermidy no olvida nunca la cara de un hombre a quien ha dado un millón. No le hubiera sabido mal conocerle de cerca, pero nunca hubiera dado un paso por hacerlo. El duque le ahorró el camino.

La señora Chermidy vio entrar un viejo alópata, curtido en el ejercicio de la profesión, que no creía en los milagros, que gustaba de colocar las cosas en lo peor y que se extrañaba de que un animal tan frágil como el hombre pudiese llegar sin accidente a los sesenta años.