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Actualizado: 3 de julio de 2025


No obstante, como no hay compañía, por buena que sea, a la que no haya que dejar, el señor Domet se dirigió discretamente hacia la puerta cuando faltaban pocos minutos para media noche. Aun quedaban veinte personas en el salón. La señora Chermidy lo llamó en voz alta con la graciosa desenvoltura de un ama de casa que no perdona a los desertores.

Cierto que la campana de la señora Chermidy no sonaba igual que la del señor Le Bris, pero el timbre era tan dulce, que el duque se dejó engañar como un niño. Compadeció a la linda dama y le prometió que de cuando en cuando iría a llevarle noticias de su hijo. El salón de la señora Chermidy era, en efecto, el lugar de reunión de un cierto número de hombres distinguidos.

Don Diego y la señora Chermidy pasaron una velada tempestuosa. La bella arlesiana comenzó por oponer a su amante diversas objeciones contra la boda. El conde, que no discutía nunca, le contestó con dos observaciones que no tenían réplica: «El asunto ya está concluido y usted es quien lo ha queridoElla cambió de táctica y ensayó el efecto de las amenazas.

Perderé el pleito, pero todos los futuros Villanera estarán tachados de Chermidy! Hablaba con tal calor que su discurso llamó la atención del marqués. Se hallaba a diez pasos de distancia, gravemente ocupado en plantar ramas en la arena para hacer un jardincito. Abandonó su tarea y fue a colocarse delante de la señora Chermidy, con un bracito en jarras.

Pero una voz muy conocida de ella le cortó la palabra. Era el doctor Le Bris que llegaba de Corfú a todo correr. Había visto a le Tas en una ventana del hotel Trafalgar, y al galope traía este notición. El cochero de la señora Chermidy al que había encontrado a la puerta de la villa, lo había asustado al decirle que había llevado allí a una señora.

¡Pobre duque! ¿Es que cree usted que de la noche a la mañana se puede olvidar a un hombre como don Diego? ¿Usted cree que se echa un niño al mundo, como el mío, que ha nacido marqués, para hacer un regalo a una tísica? ¿Admite usted que yo haya pedido a Dios durante tres años la muerte de mi marido, yo que no rezo nunca, para no hacer nada de mi libertad? ¿Usted supone que Chermidy se ha hecho matar en Ky-Tcheou para que yo quede viuda a perpetuidad?

Aquel fenómeno viviente, aquel montón de grasa, aquel paquidermo femenino, había seguido durante quince años a la señora Chermidy en la buena y en la adversa fortuna. Había sido la cómplice de sus progresos, la confidente de sus pecados, la encubridora de sus millones.

Mi Chermidy volvió a endosarse el uniforme, desembarcó con sus hombres, fue de nuevo a la cárcel y derribó las puertas, sin hacer caso a los misioneros que le hacían señas con los brazos para que regresara al buque. Encontró en el calabozo dos figuras de cera, modeladas con una perfección chinesca; eran los dos misioneros que le habían enseñado el día anterior. »Mi marido montó en cólera.

Por eso es, mi querido conde, por lo que no irá usted a casa de la señora Chermidy, ni siquiera para despedirla, y si, a pesar de mi negativa, va usted, cuando vuelva no encontrará aquí ni a su mujer ni a su madre. Don Diego se conformó, pero estuvo de mal humor por espacio de tres días.

»El conde ha sometido el proyecto a su madre, que está dispuesta a firmar a dos manos. La noble dama ha perdido ya sus ilusiones sobre la señora Chermidy que cuesta más de cuatro millones a don Diego y que habla de retirarse a una choza para llorar la dicha perdida pensando en su hijo.

Palabra del Dia

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