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Actualizado: 3 de mayo de 2025


Era jefe de negociado en la prefectura de policía. La señora Chermidy le sirvió con sus propias manos una taza de te, al mismo tiempo que le dirigía una sonrisa inefable. Conversó largo tiempo con él, le obligó a agotar su repertorio y oyó con el mayor interés cuanto le plugo contarle.

Y no obstante, aquellos días de verano sin nubes habían sido los primeros días dichosos de su juventud. ¿Cuántas veces, en aquella intimidad de la vida de familia, fue turbado el espíritu del conde por el recuerdo de la señora Chermidy? Nadie lo ha sabido y yo tampoco me aventuraré a decirlo.

Según la costumbre establecida, cada vez llevaba un ramo. Germana le rogó que escogiese flores sin perfume. Soportaba difícilmente los olores. Aquellas entrevistas le molestaban mucho y fatigaban a Germana, pero había que conformarse con la rutina. El señor Le Bris temió por un momento que la enferma sucumbiese antes del día fijado y la señora Chermidy llegó a participar de los temores del doctor.

Además, el arsénico rebaja la fiebre, abre el apetito, facilita el sueño, restablece las carnes y no perjudica el efecto de los otros medicamentos, ayudándolos algunas veces. El señor Le Bris había pensado muchas veces en tratar a Germana por este método, pero un escrúpulo bien natural le detenía. No estaba seguro de salvar a la enferma y aquel diablo de arsénico le recordaba a la señora Chermidy.

Era su segunda esposa; había cometido la tontería de casarse de nuevo. El marido murió, conforme al programa. La viuda ha heredado la enfermedad. Ayer la visité y aunque el mal ha sido atacado desde el principio, no me atrevería a responder de nada. La señora Chermidy cerró sus puertas a las cinco de la tarde y se sumió en una melancólica meditación.

En el primer caso, la señora Chermidy lo perdía todo, incluso su hijo. ¿Con qué derecho iría a reclamar el hijo legítimo de don Diego y de la señorita de La Tour de Embleuse? Por otra parte, si el conde debía morir después de su mujer, ella no se casaría con él. Se sentía demasiado joven y era demasiado hermosa para representar el papel de la segunda esposa del sastre.

La señora Chermidy, nacida sin pasiones y sin virtudes, sobria en todos los placeres, siempre tranquila en el fondo del corazón con las apariencias de una vivacidad meridional, administraba con tanto cuidado su belleza como su fortuna. Cultivaba su frescura lo mismo que un tenor cultiva su voz.

Se dejaba dar todos los nombres que el amor puede inspirar a un hombre, pero no se olvidaba ni una sola vez de llamarle señor duque. El viejo insensato hubiese dado toda su fortuna por que la señora Chermidy le faltase al respeto. Por de pronto le sacrificó lo que un honrado anciano pueda tener en más estima, la santidad del nombre de padre.

Los recuerdos penosos de su matrimonio se iban poco a poco borrando de su memoria. Había olvidado la lúgubre ceremonia de Santo Tomás de Aquino y se consideraba como una prometida que espera el momento de ir a la iglesia. No pensaba ya en la señora Chermidy y no experimentaba aquel frío interior que da el temor de una rival.

Un día leyó en un diario francés que la Náyade había anclado ante Ky-Tcheou, en el mar del Japón, para pedir reparación del insulto hecho a unos misioneros franceses; Le Bris rompió el periódico para que su lectura no pudiese suscitar la menor conversación sobre la señora Chermidy.

Palabra del Dia

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