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Actualizado: 3 de junio de 2025
El conde, que hasta entonces había permanecido silencioso, preguntó al señor Dandolo: ¿Es reciente la historia de que usted habla? De ahora mismo. Ha llegado en el último correo. ¿No ha oído hablar usted de la Náyade? ¿No ha leído la muerte del comandante Chermidy?
No se encuentra allí la austeridad de costumbres, la vida patriarcal, el buen gusto severo y el lenguaje digno y grave que reina en los antiguos salones del faubourg, pero se baila decentemente, se juega sin recurrir a las trampas y no son robados los abrigos del recibimiento. En una de esas casas es donde se encontraron el duque y la señora Chermidy.
Se leía en sus grandes ojos negros el reconocimiento apasionado que todo hombre galante debe a la mujer que ha elegido; la admiración religiosa de un padre joven por la madre de su hijo. Se veía, en fin, como un deseo no saciado, una sumisión de la fuerza al capricho, el temor de la negativa, una solicitud inquieta que probaba que la señora Chermidy era una mujer de talento.
Balbució algunas palabras ininteligibles y se dejó caer pesadamente en un sillón. La señora Chermidy fue a sentarse a su lado. ¡Buenos días, señor duque! exclamó . Buenos días, y adiós. El duque palideció y repitió estúpidamente: ¿Adiós? Sí, adiós. ¿No me pregunta usted a dónde voy? Sí. Pues bien, esté satisfecho. Voy a Corfú. A propósito dijo él . Creo que mi hija ha muerto.
Pertenecía a una raza inteligente, apta para todo, hábil en todos los oficios y en todas las artes. Se aplicó tan bien, hizo tales progresos y aprendió tan pronto su obligación, que sus amos estaban muy contentos de él. La señora Chermidy le había recomendado que ocultase su religión y aun que renegase de ella si le interrogaban.
Eso no es fácil en París. Hablaré al mayordomo de mi amigo Sanglié. ¿Quiere usted que yo, por mi parte, le ayude también? Si le Tas tiene algún protegido que establecer, le tomaré de muy buena gana. Pero tenga usted en cuenta que lo que necesitamos es un hombre de confianza, un enfermero. Le Tas debe tener enfermeros; tiene de todo. Le Tas era la doncella de la señora Chermidy.
Una muchedumbre compacta rodeaba la valla y la policía maltesa no bastaba para contener la curiosidad pública. ¡Diablo! dijo el doctor , ¿es que esa señora se habrá matado para jugarnos una mala partida? No la creía tan fuerte como todo eso. El conde se mordía el bigote sin decir nada. Había amado a la señora Chermidy durante tres años y se había creído sinceramente correspondido.
El conde se emocionó. La señora Chermidy tomó su pañuelo e hizo ademán de enjugar sus hermosos ojos que no lo necesitaban. Me satisface mucho dijo el conde que sea ella quien haya adoptado esta resolución. Si los padres hubiesen aceptado por sí mismos, tal vez les habría juzgado mal. Perdón, pero antes de juzgarles faltaría saber si esta mañana tenían pan en casa. ¿Pan? Pan, sin metáfora.
Yo he visto al señor Chermidy hace tres años y le aseguro por lo tanto que su esposa no es viuda. ¡Tanto mejor para él! ¡Diablo! ¡Marido de la señora Chermidy! Es una sinecura que le debe proporcionar muy bonitas rentas. ¡Así es como se hacen juicios temerarios! El señor Chermidy es un hombre honrado y hasta un oficial de algún mérito.
Mantoux sirvió a la mesa y aun cuando se esforzó en oír la conversación, el nombre de la señora Chermidy no fue pronunciado. Se comió en familia, con un solo invitado, el señor Stevens. La señora de Villanera le preguntó si la ley inglesa permitía a los magistrados expulsar a los vagabundos sin otra forma de proceso.
Palabra del Dia
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