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Determiné, por lo tanto, visitar antes secretamente a M. y Mme. de Larnaud, para que me lo contasen y prevenirlo todo convenientemente. Descendí, pues, ante una fonda de la calle Richelieu, muy cercana a la que él habita; era aún de día. ¡Dios mío! ¡cuánto sufría al retardar hasta el día siguiente el placer de abrazarle, después de visitar a M. y Mme. Larnaud!

Ella me cita los nombres de una multitud de personas entre las cuales he conocido sus madres en mi juventud: la princesa de Talmont, la princesa de la Tréouille, Mme. Raignecourt, la amiga de Mme. Elisabeth, Mme. de Saint-Aulaire, la duquesa de Broglie, hija de Mme. de Staël, Mme. de Montcalm, hermana del duque de Richelieu, Mme.

Maintenon, la que se atribuye a Mme. Roland, y tantas otras mujeres que hacen el sacrificio de su reputación por asociarse a nombres esclarecidos. La Severa resiste años enteros. Una vez escapa de ser envenenada por su tigre en una pasa de higo; otra, el mismo Quiroga, despechado, toma opio para quitarse la vida.

Se infiere, por lo tanto, que por culpa de los terremotos no tenemos chic, ni tenemos un sastre como Worth, ni una fabricadora de sombreros como Mme. Virot, ni un abaniquero como M. Alexandre: en suma, no sabemos hacer nada o casi nada primoroso. Nuestro orgullo, además, nos impide buscar salida para nuestras mercancías, encomiándolas, presentándolas y ofreciéndolas con insistencia.

Esta tarde hemos recibido la visita de Mme. de Lavernette, que se ha detenido aquí a su regreso de Lyón: me ha dicho que ha visto a mi querido hijo Alfonso y que sus profesores le han dicho que el pobrecito hace cuanto puede por salir airoso en la carrera.

En casa de M. Duperron pasamos la noche en continua alarma, pues M. de Lambert, su yerno, se encontraba de servicio militar en el palacio de Versalles. La esposa, los hijos, toda la familia, en fin, temblaban por su vida. Después de algunos días pasados en Chatou, nos dirigimos a Lyón sin pasar por París, acompañándonos Mme. Montbriand. Esta señora había sido como yo, canonesa de Salles.

Sin duda su regreso de Inglaterra ha despertado sospechas e inducido a este error, porque después de muerto han ido a registrar su domicilio, y sólo han encontrado papeles que indicaban sus aficiones literarias. 21 de marzo. Esta mañana he leído una novela de Mme. de Genlis, que se refiere a la señorita de La Valliere.

Las dos regresábamos de Mesnil con intención de llegar hasta París; hubo necesidad de caballos para reforzar el tiro, y a falta de éstos hicimos noche en Chatou, alojándonos en casa de Mme. Duperron, amiga nuestra. Esta interrupción de nuestro viaje fue para nosotras una suerte, porque París bullía entre las agitaciones revolucionarias.

La duquesa tuvo alguna sospecha de Mme. de Genlis, y la despidió de su servicio, encargando al mismo tiempo a Mme. de Roys fuese a un convento de Suiza en busca de la señorita de Orleans, donde se encontraba recogida. Esta princesa, conocida después por el nombre de madame Adelaida, era muy joven, hermosa y excelente de corazón.

De ahí también que a los dogmas del pasado para salvar el alma es el futuro haya que tragarlos enteros, como a las cápsulas de aceite de castor, pues el que los mastica, los vomita y pierde el medicamento: "La primera cosa que me haya repugnado en la religión que profesaba con la seriedad de un espíritu sólido y consecuente, es la condenación universal de los que la desconocen o la han ignorado, dice Mme.