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«Mi esposo y yo vivimos casi siempre en Milly, y pasamos en Saint-Point algunas temporadas. Es éste un punto muy agradable por el solitario recogimiento que se advierte al abrigo de las montañas. ¡Cuántas gracias debemos dar a la Providencia por los favores que nos concede! «Mi hermana Mme. de Vaux, ha llegado hoy mismo de Lyón. Es una angelical y virtuosa mujer.

Domingo, 26 de noviembre de 1809. Me ocupo en leer las Memorias de Mme. Roland, cuyo marido fue ministro al principio de la Revolución, por la cual Mme. Roland fue guillotinada.

El ocupaba aquí una buena posición y vivía en compañía de sus hermanas, solteras también: ha legado su finca de Saint-Pierre indivisa a Alfonso y a Cecilia, su sobrina Mme. de Cessia; y sus bellas tierras de Monceau a su hermana la señorita de Lamartine, quien, a su muerte, las deja a Alfonso. Nadie resolvía nunca nada en la familia sin él o después de haber dado él su opinión.

El mismo corazón divino parece entendernos, hablarnos, comprendernos y abrirse, en el corazón de nuestros amigos. No he tenido privilegiados en ningún lance de mi vida; cuando me han sido arrebatados, no he creído jamás haberlos perdido, ¡tan presentes los tengo! Poseo ahora un cariño extraordinario a la joven y bellísima Mme.

En un artículo escrito por Mme. de Genlis, he visto que esta escritora atacaba vivamente las poesías de mi hijo: es esto una guerra hereditaria de familia a familia; Mme. de Genlis y mi madre representaban dos tendencias opuestas en el Palacio de Orleans.

El tribunal revolucionario de Mâcón hizo servir este convento de cárcel provisional, cuando las cárceles de la ciudad estaban llenas de presos. Dio la casualidad de que mi padre fuera encerrado en esta cárcel-convento, cuyo edificio conocía perfectamente en todos sus detalles. Mme.

¡Qué importa! exclamó la niña de Calderón con un desprecio que hubiera estremecido a Heinecio en su tumba. Y añadió en seguida: ¿Esos sombreros os los ha hecho Mme. Clement? No, los ha encargado mamá a París por la señora de Carvajal, que ha llegado el sábado. Son muy bonitos. Más que los que hace Mme. Clement ya son. Y se enfrascaron por breves momentos en una plática de moda.

Una mujer bella trocará muchas veces un poco de deshonor propio por un poco de la gloria que rodea a un hombre célebre, pero de esa gloria noble, y alta, que para descollar sobre los hombres no necesita de encorvarlos ni envilecerlos, a fin de que en medio de tanto matorral rastrero pueda alcanzarse a ver el arbusto espinoso y descolorido. No es otra la causa de la fragilidad de la piadosa Mme.

Me he dejado llevar a la Opera por M. y Mme. de Larnaud, quienes me han asegurado que semejante espectáculo no viene a ser más que una academia musical, y, por consiguiente, la Iglesia no lo prohíbe.

¡Se atreve M. Arago á hablar de humanidad! ¡Válgame Dios, y cómo se escribe la historia! En la infinidad de naufragios, en el sinnúmero de siniestros que por su situación ha presenciado Guajan, jamás han dejado sus habitantes y sus Gobernadores, de hacer muchísimo más de lo que dicta la caridad oficial y la reciprocidad del derecho de gentes. Lea M. Arago el naufragio de su compatriota Mme.