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Hay hombres que pasan toda la tarde con el sombrero bajo el brazo, por ahorrarse los cincuenta céntimos que cuesta dejarlo en el vestíbulo del Casino. Hoy, al entrar, he visto á un viejo que espera á un amigo suyo todos los días junto al mostrador del guardarropa. Depositan juntos sus sombreros y gabanes; así, cada uno sólo paga veinticinco céntimos.

La mañana pasábala don Antonio conferenciando con los corredores en la trastienda, leyendo los despachos bursátiles de los periódicos, haciendo comentarios y sosteniendo disputas con ciertos amigos nuevos que formaban corro a la puerta del establecimiento y hablaban con calor de la alza y la baja, los enteros y los céntimos.

Durante las noches de niebla, van tristemente costeando las aceras, amontonadas en sus carritos ambulantes, al mezquino fulgor de un farolillo de papel rojo. Un grito monótono y débil, perdido entre el rodar de los coches y el barullo de los ómnibus, les sirve de escolta. ¡A veinte céntimos naranjas de Valencia!

Y cogió un libro, y después otro, y los fue mostrando a la Benina, que se acercó para ver tanta maravilla numérica. «Fíjese usted. Aquí apunto el gasto de la casa, sin que se me pase nada, ni aun los cinco céntimos de una caja de fósforos; los cuartos del cartero, todo, todo... En este otro chiquitín, las limosnas que hago y lo que empleo en sufragios. Limosnas diarias, tanto.

TORTA DE CHATCHIGORRIS. Con los chatchigorris correspondientes a nueve libras de manteca, después de bien repicados, se les pone medio kilo de masa de pan, cinco cucharadas de manteca, dos huevos, diez cucharadas de azúcar, de las de sopa, y diez céntimos de canela en polvo.

Pónese a regatear un «marinero» de setenta y dos francos con noventa y cinco céntimos. Al instante vi que no venía por el «marinero», sino por la que lo vendía. ¡Me miraba, me miraba...! ¡Bueno...! Cogió su «marinero» y se marchó.

Por un lado la necesidad de seguir siempre adelante, y por otro la falta de novedad, que en España se paga siempre muy cara, le iban privando todos los días de algunos céntimos. Con los que traía para casa al retirarse apenas podía introducir en el estómago algo para no morirse de hambre. Su situación era ya desesperada.

Pero ya te arreglaré yo, país de las monas. ¿Cómo te llamas? Te llamas Envidiópolis, la ciudad sin alturas; y como eres puro suelo, simpatizas con todo lo que cae... ¿Cuánto va? Diez millones, veinticuatro millones, ciento sesenta y siete millones, doscientas treinta y tres mil cuatrocientas doce pesetas con setenta y cinco céntimos...; esa es la cantidad.

Recibís del Gobierno doscientos trece francos y algunos céntimos al mes. ¿No es así? dijo Juan, decidido a no enojarse por las indiscreciones del cura. Tenéis ocho mil francos de renta. Más o menos, no completos. Agregad a esto vuestra casa, que valdrá unos treinta mil francos. En fin, tenéis una excelente posición, y ya han pedido vuestra mano. ¿Pedido mi mano?... ¡No, no!

Se lo habían matado allí; pero iba á resucitar en otra parte. Debía ir á su encuentro. Buscó bajo su falda aquella bolsa de tela que contenía sus capitales. Su diestra sólo encontró el vacío. Después de tenaces exploraciones, salieron á luz unas cuantas monedas de cobre sosteniéndose entre sus dedos. Cincuenta céntimos en total.