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Actualizado: 19 de octubre de 2025
Una de aquellas tardes que fué, encontró sola a Carmencita, y apenas se saludaron, le preguntó Salvador: ¿Todavía lees aquel libro que te hace desvariar? Ella dijo, con su voz de melodía triste: Todavía.... Pues yo voy a traerte otro libro santo muy alegre, con tapas azules y letras de oro, si me prometes que leerás en él un poco todos los días. Si dices que es santo....
Luego, mi hermana la tiene una envidia feroz..., y mi madre..., yo no debía hablar mal de mi madre, ¿verdad?, pues sólo te diré de ella que no está en su sano juicio. He hecho por Carmencita cuanto he podido.
Había quedado Carmencita llena de terror en las manos de doña Rebeca, y doña Rebeca tendía con ansia sus garras de nétigua hacia la herencia codiciada, sin poder apresar los caudales, por tener las uñas llenas de la carne inocente de la niña, flor de pecado y de dolor.
La contempló Narcisa, ceñuda, como indagando de dónde había sacado «aquello»; pero ella se apresuró a depositar el tesoro en los hondos bolsillos de Andrés, prometiéndole: Ya te daré más..., mucho más.... Andrés se olvidó de Carmencita.
Pablito, inclinado, sumiso, la vertía al oído frases ardientes e ingeniosas como éstas: Ayer cuando venía de Tejada, la he visto a usted con su papá, tan guapetona como siempre. ¡Qué guasón! También yo le vi. Venía usted en coche abierto. Guía usted muy bien. Es favor, Carmencita. Guiar ahora esos caballos no tiene nada de particular, lo hace cualquiera. ¡Si los viera usted cuando los compré!
Su carácter sumiso y reposado y la nobleza de sus inclinaciones tenían embelesados a cuantos la trataban, y la buena Rita, convertida en guardiana de la criatura, no podía mencionarla sin decir con íntima devoción: Es una santa, una santa.... Sólo una vez se recordaba que Carmencita hubiese alzado en el silencio de la casa su voz armoniosa deshecha en sollozos.
Mirábanle entonces, compadecidos, los criados, y la vieja Rita, haciéndose cruces en un rincón, desgranaba su rosario a toda prisa, murmurando: Son los malos..., los malos...; siempre estuvo el mi pobre poseído.... Carmencita seguía los pasos acelerados de su padrino, pálida y silenciosa, prestando un dulce asentimiento a aquella alegría disparatada y sonriendo con mucha tristeza.
No había más que una sirviente inútil con quien doña Rebeca reñía de la mañana a la noche; escaseaban las viandas, y apenas si unas ascuas rusientes daban allí una idea remota de hogar. El cuarto de Carmencita era un páramo. Los escasos muebles parecían perdidos a la sombra de las paredes, en una línea confusa como de horizonte.
Carmencita se exaltaba en la memoración de aquellas horas apacibles de su vida, de las cuales sólo le quedaba aquel testigo: Salvador. La barba rubia del médico le recordaba a la niña la de los santos que veía en los altares: era una barba riza y suave que estaba pidiendo un nimbo celestial para la cabeza serena y dulce de aquel hombre todo bondad.
Carmencita, incapaz de bajar de un solo paso desde el cielo rútilo y floreciente hasta el lóbrego comedor de la casona, se deslizó hacia su dormitorio para recogerse un momento y componer su semblante transfigurado. Iba casi a tientas por salas y pasillos penumbrosos, a los cuales la luna se asomaba un poco por las vidrieras desnudas.
Palabra del Dia
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