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Actualizado: 19 de octubre de 2025


«Carmencita: Niña santa y hermosa, que me has querido en la hora más grata de mi vida, te digo adiós con mucha prisa y con mucha pena: con prisa porque debo separarme de ti cuanto antes; soy malo y temo hacerte mucho mal...; con pena porque me duele el corazón al dejarte.... Sólo tengo una cosa buena: que me conozco.

La mano suave y firme al mismo tiempo, el ojo vivo, castigar fuerte cuando hace falta, pero sin irritarse; luego un gran conocimiento de lo que son los caballos. Sin el estudio atento y reflexivo del temperamento de estos animales, imposible guiar regularmente. Carmencita le escuchaba embelesada.

¡Y me oirá! ¡si yo estoy con Dios... así!... repuso sonriendo al cerrar la mano con un enérgico gesto, y agregó: ¡Bueno, adiós! que tenemos los minutos contados; adiós... «mamita», adiós, Sofía; adiós, Carmencita; ¡hasta pronto, señor! dirigiéndose al viejo Fraga que salía del escritorio guardando el pañuelo entre el chaleco y su cuerpo, acaso porque no encontraba el bolsillo de su saco...

Y pasado el frenesí de aquellas horas, cuando el caballero, deprimido y amustiado, se hundía en su sillón patriarcal a la vera de la ventana, llamaba a Carmencita, y acariciándole lentamente los cabellos, le decía «a escucho»: Llámame padrino, como siempre, ¿sabes? También la niña respondía que .

Todos sus movimientos, todos sus ademanes, eran tan serenos, tan suaves y reposados, que placía en extremo contemplarla y figurarse que aquellas innatas maneras señoriles respondían a un alto destino, tal vez a un elevado origen. Podía fantasearse mucho sobre este particular, porque Carmencita era un misterio.

Los diez y ocho años de Carmencita pedían lo suyo, aun en el apagado lenguaje de un cuerpo abatido y un alma herida.

Carmencita dió sus lecciones con don Juan y bordó su tapicería en un extremo del salón bajo la mirada solícita del solariego, que parecía un poco aliviado de sus achaques. Salvador hizo al enfermo la cotidiana visita, larga y cariñosa, y el maestro y el cura fueron todas las noches, como de costumbre, a hacerle un rato la tertulia a don Manuel.

Todo el cuerpo de Carmencita tembló, y sin dudar ni un segundo, sin volver la cabeza, despierta a la realidad de los sucesos, en una brusca sacudida de su ser, murmuró: Es Julio, que ríe. Doña Rebeca se rebullía en su cuarto con las crenchas blancas tendidas en enredada madeja, con los brazos secos alzados como las quimas de un árbol marchito que se elevase al cielo pidiendo venganza.

Había adivinado tardíamente sus terrores y sus penas. La muerte llegaba implacable, sin darle acaso tiempo para reparar su fatal error, fruto de tantas meditaciones, y que ya antes de consumarse causaba a Carmen una desolación tan profunda.... Todo lleno de espanto, el corazón de Carmencita se le subió a los labios para gritar con afanosa ternura: ¡Padre!...

Y en seguida, como si ya no quisiera más palique ni tuviera más ansiedades, se volvió a recostar con abandono inocente en los brazos amigos, musitando: Tengo sueño.... Salvador, acogiéndola como cuando era chiquita, todavía quiso averiguar: Y ¿qué espero, di, Carmencita? Espera que yo descanse.... Espera que amanezca y que salga el sol....

Palabra del Dia

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