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Actualizado: 28 de junio de 2025
Sin embargo, cuando salió a la plaza el quinto toro, lo primero que encontró fue el capote de Gallardo. ¡Qué animal! Parecía distinto al que él había escogido en los corrales la tarde anterior. Seguramente habían cambiado el orden en la suelta de los toros. El temor seguía cantando en los oídos del torero: «¡Mala pata!... Me coge; hoy salgo del reondel con los pies pa alante...»
Saludaron al presidente montera en mano, y el brillante desfile se deshizo, esparciéndose peones y jinetes. Después, mientras un alguacil recogía en su sombrero la llave arrojada por el presidente, Gallardo se dirigió hacia el tendido donde estaban sus mayores entusiastas, dándoles el capote de lujo para que lo guardasen.
Si ello, al fin, ha de ser, nada se pierde con esperar un rato, que no llega tarde quien llega. En estas y otras cavilaciones hallábase Román escondido entre el espeso ramaje del árbol, cuando vió llegar con tardo paso, y mirando a todas partes con faz recelosa, un hombrecillo envuelto en un capote lleno de remiendos.
Detrás salieron unos encapuchados, antiguos payeses que se habían cubierto con el capote de ceremonia, un jaique pardo de lana burda con amplias mangas y apretado capuchón. Las mangas las llevaban sueltas, pero el capuchón iba bien abrochado bajo la barba, mostrando por la abertura sus rostros tostados de piratas. Eran los parientes de un payés que había muerto una semana antes.
Apenas salió el segundo toro, Gallardo, con su movilidad y su deseo de lucirse, pareció llenar toda la plaza. Su capote estaba siempre cerca de los hocicos de la bestia.
Trabajaban con el gorro rojo calado sobre las orejas, y al menor alto en sus faenas se apresuraban á meter las manos en los bolsillos del capote.
No tenía heridas visibles, pero debajo del capote tendido sobre su vientre, las entrañas, deshechas en espantosa carnicería, exhalaban un hedor de cementerio. La presencia de Desnoyers le hizo adivinar adonde le habían llevado, y poco á poco coordinó sus recuerdos.
Los puestos de venta llegaban hasta las mismas puertas del Principal; los compradores codeábanse con el centinela, y los dos oficiales de la guardia, con las manos metidas en el capote y las piernas golpeadas por el inquieto sable, paseaban por entre el gentío buscando caras bonitas.
I, pág. 250. Hay conformidad en todos de que el traje era del color, pero no de la hechura del hábito de San Francisco; por ello, sin duda, discutiendo D. Angel de los Ríos y Ríos con el autor de la Iconografía española , opinaba que lo que pareció al cura de los Palacios ropa monacal por comparación de la sociedad en que vivía, no era otra cosa que el abrigo de los marinos; el tabardo de las órdenes militares; el capote petrificado en las costumbres; el ropón de que hablaba el Dr.
El odio al guiri, al español de pantalones rojos llegado de las más lejanas provincias para expulsar al rey legítimo, pasaba como una herencia de generación en generación. Todos los hombres de edad madura que ocupaban la plaza habían vestido, seguramente, el capote de los tercios guipuzcoanos y se acordaban del monarca de las montañas, con su gran barba negra y la boina blanca sobre los ojos.
Palabra del Dia
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