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Actualizado: 12 de mayo de 2025
Canterac reía de él por lo bajo, afirmando que había frotado largamente sus sortijas, su cadena de reloj y hasta los gemelos de sus puños, antes de salir del bengalow, para deslumbrarlos á todos con su brillo. Una noche se presentó Pirovani vistiendo un traje de colores detonantes que acababa de recibir de Bahía Blanca, y con un manojo de rosas enormes.
Calló también el estanciero, mirándolo interrogativamente. ¿Y qué tenía que ver él con todo esto?... ¿Acaso había hecho el viaje por el simple placer de darle tal noticia?... Canterac dijo el oficinista tiene por padrinos al marqués de Torrebianca y al gringo Watson. Como los dos son ingenieros, no pueden negar un servicio tan importante á un camarada. A Rojas le pareció esto muy natural.
Cerró la ventana, fingiendo un miedo pueril á los mosquitos, y Robledo tuvo que retirarse desalentado. A la misma hora el ingeniero Canterac escribía en su mesa de trabajo, terminando una larga carta con estas palabras: «... y tal es mi última voluntad, que espero cumpliréis. ¡Adiós, esposa mía! ¡Adiós, hijos míos! Perdonadme.»
Canterac estaba rígido, con rostro grave pero inexpresivo, lo mismo que un soldado que espera la voz de mando. Pirovani tenía los ojos ardientes, miraba con agresividad, parecía furioso. Cuando se acercó Moreno con una pistola para entregársela, le dijo en voz baja: Va usted á ver como lo mato. Me lo avisa el corazón.
Creo siguió diciendo el ingeniero que no se me adelantará en este obsequio el tal Pirovani, que cada vez resulta más insufrible. Al marcharse Canterac hacia las obras del dique, Moreno empezó á examinar los papeles. Sus ojos se dilataron de asombro, tomando casi la misma forma circular de las gafas con montura de concha que los cubrían.
Moreno se cuidó de abrochar los botones de la levita de Pirovani que estaban sueltos. Luego le subió el cuello, para que no se viese el blanco de su camisa. Torrebianca examinó por su parte á Canterac. Estaba correctamente abrochado como un militar, pero su padrino le subió también el cuello de la levita.
Luego de saludar Canterac ceremoniosamente desde lejos á su adversario y á los padrinos de éste, empezó á pasearse por la orilla del río. Fingía divertirse siguiendo con sus ojos el revuelo de los pájaros matinales ó arrojando piedras á la corriente. El contratista, que deseaba no ser menos que él, imitándole en todo, se paseó también junto á los sauces, mirando al río.
Antes de seis meses añadió Watson podremos regar nuestras tierras, según afirma Canterac, y dejarán de ser una llanura estéril. Robledo mostró su contento. Un verdadero paraíso va á surgir, gracias á nuestro trabajo, de este suelo que sólo produce ahora matorrales. Miles de personas encontrarán aquí una existencia mejor que en el viejo mundo.
Me las han traído hoy de Buenos Aires, señora marquesa, y me apresuro á entregárselas. Canterac miró al italiano hostilmente, y dijo por lo bajo á Robledo: Mentira; las ha encargado por telégrafo, según afirma Moreno, que lo sabe todo. Esta tarde envió un hombre á todo galope á la estación, para traerlas á tiempo.
Permanecieron los tres en silencio. Luego el francés dijo en voz baja: Mi carrera perdida; mi familia abandonada... ¡Y lo más horrible es que no siento odio alguno al pensar en ese infeliz!... ¿Qué será de mí? Robledo era el único de los tres capaz de una resolución enérgica en aquel momento. Lo primero es huir, Canterac. Este asunto hará mucho ruido, y no puede taparse como una riña de boliche.
Palabra del Dia
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