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Actualizado: 28 de junio de 2025
Más allá de las minas inmediatas sonaron nuevas detonaciones, y luego otras más lejanas, estremeciéndose toda la cuenca minera con un incesante cañoneo como si tronasen baterías ocultas en todos los repliegues y cúspides de los montes.
Las cimas que iban á dorar los rayos de la aurora, cuando las llanuras inferiores estaban todavía á obscuras, tenían que estar consagradas al dios del sol. Así, casi todas las cúspides aisladas de la Hélada llevan hoy el nombre de Elías. El profeta judío ha llegado á ser, en virtud de su nombre y por un sagrado juego de palabras, el heredero de Helios, hijo de Júpiter.
Pocas ha habido, por supuesto, tan admirablemente situadas para atraer la mirada y servir de señal á las razas que recorrían el mundo. Colocado en el ángulo del mar Egeo y dominando todas las cúspides cercanas desde la mitad de su altura, veían los marinos el Olimpo desde enormes distancias.
A las tres horas de navegación, aprovechando seis bogas, atracamos en el rústico embarcadero de Pitogo. Este pueblecito se halla situado en una prominencia que domina un extenso y limpio horizonte. Las casas ocupan la estribación de la montaña, esparciéndose hasta la misma playa. Entre esta y las cúspides de la prominencia, se levantan el Tribunal, la iglesia y el convento.
Cuanto á las altas cúspides de los Andes y del Himalaya, sobradamente elevadas en la región del frío para que el hombre pueda subir á ellas directamente, ya vendrá día en que se las arregle para alcanzarlas. Ya le han llevado los globos á dos ó tres kilómetros más de altura: otras naves aéreas irán á dejarle encima del Gaurisankar, sobre la «Gran Diadema del Cielo brillante».
Más tarde, otras religiones de pueblos diversos que viven en las llanuras cercanas se apoderaron de la montaña santa y la consagraron á nuevas divinidades. En vez de Zeus, adoraron los cristianos griegos en ella á la Santísima Trinidad: en sus tres principales cúspides miran todavía los tres grandes tronos del cielo.
Apenas se podía soñar con su presencia en aquellos palacios fantásticos edificados en un momento por los rayos del sol en las resplandecientes cúspides y no menos rápidamente desaparecidos como ensueños ó vanos espejismos. Dioses y genios son las personificaciones de cuanto tiene y de cuanto desea el hombre. Todos sus terrores y todas sus pasiones tomaban en otro tiempo sobrenatural forma.
Lo de menos era en él, con ser mucho, el interés que sabía dar en pocas y pintorescas frases a las noticias que yo le pedía, por no satisfacerme las que me suministraban Chisco y su compañero, acerca de las grandes alimañas, sus guaridas en aquellos montes y la manera de cazarlas; los lances de apuro en que se había visto él y cuanto con esto se relacionaba de cerca y de lejos; sus descripciones de travesías hechas por tal o cual puerto durante una desatada «cellerisca» sus riesgos de muerte en medio de estos ventisqueros, unas veces por culpa suya y apego a la propia vida, y las más de ellas por amor a la del prójimo: lo demás era, para mí, su manera de «caer» sobre la montaña, como estatua de maestro en su propio y adecuado pedestal; aquél su modo de saborear la naturaleza que le circundaba, hinchiéndose de ella por el olfato, por la vista y hasta por todos los poros de su cuerpo; lo que, después de este hartazgo, iba leyéndome en alta voz a medida que pasaba sus ojos por las páginas de aquel inmenso libro tan cerrado y en griego para mí; la facilidad con que hallaba, dentro de la ruda sencillez de su lengua, la palabra justa, el toque pintoresco, la nota exacta que necesitaba el cuadro para ser bien observado y bien sentido; el papel que desempeñaban en esta labor de verdadero artista su pintado cachiporro, acentuando en el aire y al extremo del brazo extendido, el vigor de las palabras; el plegado del humilde balandrán, movido blandamente por el soplo continuo del aire de las alturas; la cabeza erguida, los ojos chispeantes, el chambergo derribado sobre el cogote, la corrección y gallardía, en fin, de todas las líneas de aquella escultura viviente... ¡Oh! diéranle al pobre Cura en el llano de la tierra, en el valle abierto, en la ciudad, una mitra; la tiara pontificia en la capital del mundo cristiano, y le darían con ellas la muerte: para respirar a su gusto, para vivir a sus anchas, para conocer a Dios, para sentirle en toda su inmensidad, para adorarle y para servirle como don Sabas le servía y le adoraba, necesitaba el continuo espectáculo de aquellos altares grandiosos, de aquella naturaleza virgen, abrupta y solitaria, con sus cúspides desvanecidas tan a menudo en las nieblas que se confundían con el cielo.
Dominan a estos pueblecitos montañas incultas que se extienden en rápidas pendientes formando como unas praderas blanquecinas. Coronan estas montañas grandes moles de piedra que surgen de la tierra, y cuyas cúspides dentelladas aseméjanse a las ruinas de antiguas viviendas feudales.
Palabra del Dia
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