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Actualizado: 4 de octubre de 2025
Dentro de sus nuevos y elegantes chalets no eran menos originales aquellos ricos, que aún guardaban la boina y los zapatones del obrero.
¡Atadlos! dijo Luschía, el aldeano de la pipa. Sacaron a la calle un tambor de regimiento y un cesto, y a los dos viejos los ataron. ¿Qué es lo que han hecho? preguntó Martín a uno de la partida que llevaba una boina a rayas. Que son traidores contestó éste. El uno era un maestro de escuela y el otro un expartidario de la guerrilla del Cura.
Paquito de Asís bajó, contra la opinión de su padre, que temía cualquier catástrofe inesperada, y a la media hora subió contando lo que ocurría. «Abajo hay una guardia de paisanos». ¿Con armas? Sí, de las que cogieron esta tarde en el Parque... Pero es gente pacífica. Unos llevan sombrero, otros gorra, este montera y aquel boina. Parece que están de broma.
Más adelante, caras barbudas con el sello francés más puro; otras medio ocultas bajo la boina vasca, y otras indígenas, pero todas veladas por el polvillo amarillento de la calamina, pasaban rápidas por delante de las ventanillas del coche, que al cabo penetró en la primera calle de la población. Aquí, como en la carretera, mil objetos que llamaban mi atención por lo inesperados.
Y Hans Keller describía después al hombre, siempre inquieto, estremecido por misteriosas ráfagas, incapaz de sentarse como no fuese ante el piano o la mesa de comer; recibiendo de pie a los visitantes, yendo y viniendo por su salón, con las manos agitadas por nerviosa incertidumbre, cambiando de sitio los sillones, desordenando las sillas, buscando una tabaquera o unos lentes que no encontraba nunca; removiendo sus bolsillos y martirizando su boina de terciopelo, tan pronto caída sobre un ojo como empujada hacia el extremo opuesto y que acababa por arrojar a lo alto con gritos de alegría o estrujaba entre sus dedos crispados por el ardor de una discusión.
Al pasar por el primer piso vió en un cuarto muy lujoso, y extendido sobre un sofá, un uniforme de oficial carlista, con su boina y su espada. Tenía tal convencimiento Martín de que sólo a fuerza de audacia se salvaría, que se desnudó con rapidez, se puso el uniforme y la boina, luego se ciñó la espada, se echó el capote por encima y comenzó a bajar las escaleras, taconeando.
Si quiere usted entrar, voy á llamar á nuestro párroco... Cristián se volvió hacia un marinero que le seguía y le dijo en inglés: Entre usted conmigo, Dougall. El marinero, que llevaba al hombro una cajita de madera, tocó la boina con la mano y se disponía á entrar, cuando el centinela le detuvo diciendo: Tiene usted que dejar fuera la caja.
Entrar en las aldeas a caballo, la boina sobre los ojos, el sable al cinto, mientras las campanas tocan en la iglesia.
Vestía de negro, la cara rasurada, la boina grande, de gascón; llevaba patillas cortas, que entre los marinos franceses solían llamar patas de conejo, y por debajo de la manga se le veían en las dos muñecas unas anclas tatuadas, de color azul. Tenía la nariz larga, los ojos pequeños, las cejas como pinceles y un rictus sardónico en los labios.
Kataliñ le ayudó á ponerse el recio gabán, y abrió la puerta de la calle mientras el doctor se calaba la boina y requería su cachaba, grueso cayado con contera de lanza, que le acompañaba siempre en sus visitas á las minas. Oye, Kataliñ dijo al trasponer la puerta. ¿Sabes quién es el muerto? El Maestrico disen.
Palabra del Dia
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