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Este viejo caballero estaba ayer mismo reluciente y llevaba erguida una noble faz, muy rasurada, peluda, adornada con una gran nariz delgada y subrayada por un bigote en forma de paréntesis. ¡Parecía un bravo jabalí domesticado! Hoy no es mas que un mísero vejete, repentinamente encorvado, que parece implorar la caridad. ¡Compréndese que este hombre no se teñirá más!

Eran tres, lo único que quedaba ya de los Butibambas de Villavieja: un señor don Gonzalo, alto, huesudo y pálido, con la cabeza calva y la cara muy rasurada, tieso corbatín y levita negra muy ceñida, bastante pasada de moda y de uso.

Nos hace falta un cuarto dijo apretando con efusión la mano del conde. , , a ver si cambia la suerte... Moro nos está llevando el dinero bravamente dijo un viejecito de cara redonda, fresca, rasurada, el pelo blanco y los ojos claros y tiernos. Tenía marcado acento gallego. Se llamaba Saleta y era magistrado de la audiencia y tertulio asiduo de la casa de Quiñones. ¡No tanto, Sr.

El otro era un caballero de mediana estatura y edad, delgado, pálido, ojos hermosos, de mirar suave y humilde, cara rasurada enteramente, a semejanza de los clérigos y comediantes; frente espaciosa, aumentada por una calva brillante, y modales tímidos.

Su enorme faz rasurada quería echar la sangre por los poros, concentrándose con preferencia en el lomo gigantesco de su nariz borbónica. Los ojos, con ramos de sangre también, medio velados por no poder sufrir la gran pesadumbre de los párpados, se espaciaban lentamente por todo el ancho de la calle, expresando un grado envidiable de bienestar físico.

Vestía de negro, la cara rasurada, la boina grande, de gascón; llevaba patillas cortas, que entre los marinos franceses solían llamar patas de conejo, y por debajo de la manga se le veían en las dos muñecas unas anclas tatuadas, de color azul. Tenía la nariz larga, los ojos pequeños, las cejas como pinceles y un rictus sardónico en los labios.

Pero cuando hubo visto al gitano su rostro adquirió un aire que inspiraba verdadera piedad; su frente baja y rasurada, coronada de una línea de cabellos de un rubio pálido que parecían erizarse de furor. Movía a un lado y a otro sus hoscos ojos, y un temblor convulsivo agitaba sus labios y su triple barba.

El clérigo, con el codo apoyado en el brazo del sillón, cogiendo con la mano su barba rasurada, los ojos bajos en actitud humilde, la escuchaba. De vez en cuando profería también alguna palabra en voz de falsete, que la marquesa escuchaba con profundo respeto y sumisión, lo cual no impedía que al instante volviese a la carga gesticulando con viveza, aunque sin alzar la voz.