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Actualizado: 4 de julio de 2025
Mozos y mozas formaban pintorescos grupos dentro y fuera del pórtico, que empezaban a moverse en dirección al pueblo. En uno de ellos atisbó a la morenita que le había llamado la atención. Oiga usted, Celesto, ¿quién es aquella chica morena que está a la izquierda del hombre de la boina? ¿Cuál, la del pañuelo azul?
Cuando iba á paseo por las carreteras con D. Primitivo ó con el juez, todos los labradores y jornaleros se quitaban la boina ó la montera y decían: «Buenas tardes, D. Marcelino y la compañía». D. Marcelino no veía más que esto; pero los que venían detrás solían ver á los aldeanos quedarse parados un instante con la montera en la mano, mirándole á las espaldas de un modo bastante menos respetuoso que á la cara.
Su madre le preparó ropa limpia y le advirtió que tuviera cuidado con lo que decía y que fuera prudente, pues la colocación podía ser un modus vivendi para él. Cracasch prometió ser prudentísimo. Llegó el primer día a casa de Arizmendi y preguntó por el amo. Salió a abrirle una muchacha, y poco después se presentó un señor. La muchacha le dijo que dejara la boina en el colgador.
En su romanticismo de princesa nerviosa deseaba imitar a las heroínas de la Vendée, y montando un pequeño caballo, el revólver al cinto y la boina blanca sobre la trenza flotante, se puso a la cabeza de aquellas tribus armadas que resucitaban en el centro de la Península la vida y las luchas de los tiempos casi prehistóricos.
Se quitaban la boina para sacudirla el agua, dejaban en el suelo el barro de sus zapatones claveteados, y sorbiéndose una taza de café con toques de aguardiente, discutían con la tabernera la comida que había de prepararles para las once, cuando emprendiesen el regreso al pueblo.
Por todas las entradas del valle aparecían cuadrillas de facciosos, vestidos de zamarra, cubiertos con la boina blanca o azul y calzados con alpargatas o zapatos rotos. Al anochecer, Elizondo estaba lleno, y aún entraban más.
Al levantar la cabeza vieron todos no a mucha distancia y en pie sobre una de las rocas que dominaban el camino, a un hombre de grandes bigotes blancos vestido con zamarra y boina. Los presos reconocieron inmediatamente en él al presidente de la Junta, don César Pardo. El teniente ordenó en batalla a la tropa temiendo una emboscada, y mandó hacer fuego; pero la descarga no dio resultado.
Fumó el último cigarro con sus hermanos en el jardín de la catedral, sin revelarles sus propósitos, y por la noche huyó de Toledo con un escapulario del Corazón de Jesús cosido al chaleco y una hermosa boina de seda en el bolsillo, de las confeccionadas por blancas manos en los conventos de la ciudad. El hijo del campanero iba con él.
Hiciéronlo así y el Soberano mandó que entrase al momento Zumalacárregui. Oyose la voz del Rey que decía: Traigan una luz. Zumalacárregui estaba en el pasillo, boina en mano. Venga la luz dijo, cogiéndola de las manos del cura que con ella venía presuroso. Era una vela, puesta no muy gallardamente en un candelero de barro. Se acercó Zumalacárregui y entró en el cuarto oscuro.
La partida iba en dos grupos; en el primero marchaba Martín y en el segundo Bautista. Ninguno de la partida tenía mal aspecto ni aire patibulario. La mayoría parecían campesinos del país; casi todos llevaban traje negro, boina azul pequeña y algunos, en vez de botas, calzaban abarcas con pieles de carnero, que les envolvían las piernas.
Palabra del Dia
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