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Actualizado: 8 de mayo de 2025


Eso, mi señor don Alejandro, puede ser, y usted perdone, una huida, como otra cualquiera, del terreno, y desde luego no es exacto; y además, como argumento, es aquí muy sospechoso. ¡Vaya usted echando canela! Porque la hay a mano. Y a la prueba: me ve usted con esta facha algo quijotesca, un si es no es acartonado, con el pelo y los bigotes grises... Canos.

En cuanto lea el libro ya hablaremos de esos Peli... de esos Pétalos. Que agote usted la edición pronto. Cuando Tristán reprochaba a su amigo que se sirviese de él para burlarse de un compañero, se presentó en la sala un hombre alto, enjuto, pálido, con los bigotes largos y caídos como los de los chinos y unos ojos saltones, resplandecientes, que sonreían al vacío.

Después de los que he mencionado, vimos aparecer a un hombre como de unos cincuenta años, flaco, alto, desgarbado y tieso. Tenía como D. Quijote los bigotes negros, largos y caídos, los brazos y piernas como palitroques, el cuerpo enjutísimo, el color moreno, el pelo entrecano, aguileña la nariz, los ojos ya dulces, ya fieros, según a quien miraba, y los ademanes un tanto embarazados y torpes.

¡Ahí es nada ser ruso, esto es, ser del país del terrorismo y del bolchevismo!... Mi amigo Corpus Barga, actual redactor de El Sol en París, tuvo la debilidad de interesarse por las cuestiones rusas, y en cuanto se presentó en España, con unos bigotes caídos a la tártara, la Policía lo cogió y lo metió en la cárcel. Otro amigo mío, que quiso estudiar ruso, fue detenido a la tercera lección.

Por estos mismos lugares había pasado también, siglos antes, un sacerdote de alta frente remangándose la sotana en los charcos y llevándose la otra mano a los bigotes y la perilla con gesto de antiguo soldado. Era don Pedro Calderón.

Indudablemente, yo he visto caras parecidas a la de este señor: caras con una nariz, caras con unos ojos, caras con unos bigotes... También he visto sombreros de jipi-japa semejantes a este sombrero de jipi-japa. Sin embargo, no caigo. No hay duda exclamo de que yo le conozco a usted; pero, así, de momento, no doy con el nombre... ¿De modo que no puede usted decirme quién soy yo? No, señor...

Al salir, el ostricario le volvió la espalda, fingiéndose muy ocupado en el arreglo de los limones que adornaban su puesto. No pudo verle la cara, y sin embargo adivinó que una mala palabra agitaba sus bigotes: la más terrible que puede decirse á una mujer.

Los ojos veían, pero débilmente, como si la luz fuese turbia y una bruma rojiza envolviese los objetos. Creyó que una cara con bigotes, terminada por un sombrero de guardia civil, se inclinaba sobre la suya, mirándolo en los ojos. Movía los labios, pero él no oía nada. Era sin duda la pesadilla de sus antiguas persecuciones volviendo a surgir. Se fijaban en él, viendo que abría los ojos.

Pepe Castro se volvió estupefacto. Por las pálidas mejillas del marqués rodaban algunas lágrimas de enternecimiento. Hizo un mohín de lástima y siguió arreglándose los bigotes. Al cabo de unos momentos de silencio, dijo: Dispensa, chico. No tengo esas dos mil pesetas; pero aunque las tuviera puedes estar seguro de que me guardaría de dártelas si las ibas a emplear como dices.

A lo que respondió Sancho: -De que sea mi bondad, señoría mía, tan larga y grande como la barba de vuestro escudero, a me hace muy poco al caso; barbada y con bigotes tenga yo mi alma cuando desta vida vaya, que es lo que importa, que de las barbas de acá poco o nada me curo; pero, sin esas socaliñas ni plegarias, yo rogaré a mi amo, que que me quiere bien, y más agora que me ha menester para cierto negocio, que favorezca y ayude a vuesa merced en todo lo que pudiere.

Palabra del Dia

hociquea

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