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Actualizado: 8 de mayo de 2025


Era de estatura mucho menos que mediana, lo cual dependía, a no dudarlo, de la cortedad de las piernas, pues el torso era grande, robusto, casi atlético. Las facciones correctas, los ojos saltones y negros adornados con espesas cejas. Pero lo que caracterizaba fuertemente a aquel rostro eran unos enormes bigotes blancos que tapaban lo menos la mitad. Podría tener sesenta y pico de años.

En cuanto se levantó del asiento, le perdí el respeto que le había tenido mientras permaneciera sentado. En esta posición, y no mirándole a las piernas, lo infundía realmente por sus bigotes, por su corpulencia, y sobre todo por su extraordinario vozarrón, que atronaba los oídos. Mas en cuanto ponía los pies en el suelo, volvía a ser el enano ridículo que me había excitado la risa al entrar.

Mateo con sus enormes bigotes blancos y arrogante figura militar, aunque ya sabemos que era el hombre más civil que hubiese producido Lancia desde hacía algunos siglos. Granate dejó escapar algunos gruñidos destinados a probar el profundo desprecio que aquellos dos personajes le inspiraban, el uno por su poca formalidad, y el otro por no tener ni un mal cupón del tres por ciento.

El de más allá, aquel de mirada fosca y bigotes descuidados, es el empleado que pasa por ser el más digno porque tiene el valor de hablar mal contra el negocio de los billetes de lotería, llevado á cabo entre Quiroga y una alta dama de la sociedad manilense.

Había manifestado el día anterior que nunca podría amar a un hombre con bigotes; ella estaba por el varón a estilo norteamericano, con la cara limpia de pelos lo mismo que los luchadores helénicos.

No lo era, sin embargo, sino un lindo muchacho, moreno, con hermosos ojos, pelinegro y de retorcidos bigotes y bien peinada y reluciente barba. Después de haber disertado contra las colas refirió una serie de anécdotas ocurridas a él o a algún conocido suyo, en las tierras extrañas de donde venía.

Después de algunas apreturas, María y Genoveva consiguieron verse en el pórtico y emprendieron el camino hacia casa. Mas la señorita de Elorza volvía con frecuencia la cabeza. Un caballero anciano, alto, delgado, pálido, con perilla y grandes bigotes blancos, vestido de negro de pies a cabeza, las seguía a larga distancia.

Y como era hombre a quien se le suponían malas pulgas, y gastaba unos bigotes desmesurados, el socarrón tembló por su pellejo y no volvió a chistar. Mi buen amigo, cuyo gran corazón y amoj al progreso conocen todos, me dijo que hacía tiempo que pensaba sobre lo mismo, y que él además, ¿eh?, tenía otro proyecto que no tajdará en comunicaj al ilustrado público.

El hombre del café le pasó la mano afectuosamente por el lomo, y el animal, agradecido, alzó el rabo, arqueó el espinazo, se lamió los bigotes, y después de estirarse muy á la sabor, se volvió á su rincón, donde se agazapó de nuevo. Frente por frente al mostrador, y en el más obscuro sitio del café, principió á destacarse una figura humana, invisible hasta entonces.

Junto a él está el retrato en busto de Felipe IV, por Velázquez. Tiene el rey austriaco ancha la cara de mentón saledizo; sus bigotes ascienden engomados por las mejillas fofas; pone la luz un tenue reflejo sobre la abundosa melena que cae sobre la gola enhiesta. Y sus ojos distraídos, vagorosos, parecen mirar estúpidamente toda la irremediable decadencia de un pueblo.

Palabra del Dia

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