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Actualizado: 28 de octubre de 2025
Y lo repetía obstinadamente, sin entonación, como el que afirma una cosa natural e inevitable. ¿Qué dices, bribona? Que me voy, que me voy.... A mi casita pobre.... ¡Quién me trajo aquí! ¡Ay, mi madre de mi alma!
En vez de comprar otras nuevas, gasto el dinero en misas y regalos á San Sebastian, aunque no creo mucho en su virtud porque el cura las dice de prisa y corriendo y el santo es enteramente nuevo, y todavía no sabe hacer milagros, y no está hecho de batikulin sino de laniti... ¡Ay! ¿Qué va á decirme tu padre cuando me muera y le vea?
Pues, amiga de Dios, todo lo que allí se dijo fue pantomina, comparado con lo que resultó anoche. ¡Ay, doña Regustiana de mi alma! Déjeme tomar aquí vientos, porque, de resultas, tengo la cabeza como una zambomba, y el palagar en carnes vivas. Pues, amiga, la gente que aquí vino anoche, fué mucho de todo.
Me echo á correr detrás y le grito: «¡Aguarda, aguarda un poco, Bartolo!» ¡Ay, amigos! ¡Quién le veía escapar por el prado del señor cura abajo!... Bien podéis creerme que perdía el culo. Todo no, pero un poco no le vendría mal perderlo aseguró un paisano. Sí; aún le quedaría bastante replicó Firmo.
CUESTA. ¿Y no podrá decirme... a mí, que...? ELECTRA. ¡Ay, no! CUESTA. Por Dios, tenga usted confianza conmigo. ELECTRA. Ahora no puedo. Tengo que vestirme. CUESTA. Bueno: ya hablaremos. CUESTA. Vístase usted... y mañana... ELECTRA. Sí, mañana. Adiós. Quiero darle otro besito. Cuesta la sigue con la vista. CUESTA, DON URBANO, EVARISTA; después ELECTRA. Perdone usted el plantón, Leonardo.
Pasaron ¡ay! pasaron las puras alegrias, Y errante y solitario por playas estrangeras Poeta peregrino, con quejas lastimeras, Al pais de mis recuerdos dirijo esta cancion. En vez de ornar con flores las cuerdas de mi lira, Pensando en Buenos Aires las riego con mi llanto, Y encuentro entre esas gotas amargas de quebranto En los recuerdos nobles viril consolacion. ¡Oh patria!
Era como si un herrero martillase junto al mismo corazón, remachando a fuego una pieza nueva que se acababa de echar. «Esto es horrible. Si rompe, que rompa de una vez. ¡Ay de mí!... Si me quisiera, el corazón se me curaría; como que no es enfermedad lo que tiene, sino impaciencia... hormiguilla... ¿Qué habré hecho yo para ser tan desgraciado?
Pero Angelina no se olvidará de mí; ni yo la olvidaré; me escribirá, y le escribiré, cada semana... ¡todos los días! Pero ¡ay! no la veré en muchos meses, tal vez en muchos años, porque al P. Herrera no le gusta separarse de su parroquia. Puede suceder que Linilla no me escriba; no habrá quién traiga las cartas, y pasarán días y más días, y yo... ¡sin saber de Angelina!»
No..., no... ¡Ay, sí, sí, sí, Jacobito!... Ahorra me acuerrdo que sí, que vino Vicentito Astorrga y le rrecibí en el salón porrque no vierra semejante estaferrmo, y estuvo solo más de diez minutos... lo menos, lo menos. ¡Aquí tenemos ya la púa del trompo!... Vamos ahora mismo a casa del camisero.
Las miradas de todos convergiendo hacia aquel hombre le hicieron adivinar la verdad. ¡Ay! ¿Este era el Plumitas?... Se había despojado de su sombrero con torpe cortesía, intimidado por la presencia de la señora, y continuaba de pie, con la carabina en una mano y el viejo fieltro en la otra. Gallardo se asombró de las palabras del bandido. Aquel hombre conocía a todo el mundo.
Palabra del Dia
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