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¡Yo necesitaría toda la del mundo para mover una pierna!... ¡ay!... Después les va a pesar... ¡vamos!... ¡un poco de energía y arriba!... Vean que esos dolores perduran mucho si se les anda con paños tibios... ¡Vamos, pues, arriba!... Montamos a a caballo... ¡Ay!... ¡Ay!... ...y nos vamos de un galope... ¡Ay!... ¡Ay!... ...hasta lo de Anastasio. Todo fue inútil.

Antes se lo pasaba too: eran malas costumbres del ofisio; la manía de los toreros, que se creen irresistibles pa las mujeres... pero ahora no quiero verlo; le he tomao repugnansia. Hablaba con energía, brillando en sus ojos un fulgor de odio. ¡Ay, esa mujer! ¡Cómo lo ha cambiao!... ¡Es otro!

Vive usted en la gloria y no comprende cómo nos retorcemos y nos achicharramos y aun blasfemamos los condenados en este infierno de Madrid... ¡Las cosas que a se me ocurren...! En un caso como este, no se asuste usted y créame lo que le digo... en un caso como este, me figuro que sería capaz hasta de apropiarme lo ajeno... se entiende con propósito de devolver. ¡Ay!

Un día subí a un cuarto segundo, que me había recomendado no quién. La tal recomendación fue una broma estúpida. Pues señor, llamo, entro, y me salen tres o cuatro tarascas... ¡Ay, Dios mío, eran mujeres de mala vida!... Yo, que veo aquello... lo primero que me ocurrió fue echar a correr. 'Pero no me dije , no me voy.

¡Ay, ay, con el doctorcillo de tres por un cuarto!... Ya... cuando has querido hacerme creer que el sol está quieto y que la tierra da vueltas a la redonda!... ¡Cómo se conoce que no lo ves! ¡Madre del Señor! Que me muera en este momento, si la tierra no se está más quieta que un peñón, y el sol va corre que corre.

Nuevo silencio, que una y otra interrumpían para decir una frase vulgar sobre la vida del campo, el trabajo que da una mudanza... La de Vargas pensaba: Ni una palabra me ha dicho de Pablo, ¡qué mala es!... y tanto hablar de su estado de fortuna: sin duda teme que yo le pida algo; me guardaré bien de hacerlo. ¡Ay! ¿por qué habré venido?

Si algunos caballeros respetables se aproximaban a los grupos de damas para conversar con ellas, hasta las más viejas, que parecían ajenas a las vanidades mundanales, los repelían con dengues juveniles. ¡Ay, no se acerquen ustedes! Estamos horribles. Con este maldito mar está una impresentable. Todas tenemos algo verde en la cara.

Entonces pudo hablar a su sabor la Tribuna, despacharse a su gusto. ¡Ay de Dios! ¿Qué les importaba a los señorones de Madrid... a los pícaros de los ministros, de los empleados, que ellas falleciesen de hambre? ¡Los sueldos de ellos estarían bien pagados, de fijo!

¡Ay, aquel muchacho! ¡Hijo de unos padres tan honrados!... Casi todos los días, en vez de entrar en la tienda del maestro, se iba al Matadero con ciertos pillos que tenían su punto de reunión en un banco de la Alameda de Hércules, y para regocijo de pastores y matarifes, osaban echar un capote a los bueyes, siendo volteados y pateados las más de las veces.

¡No! no creas eso; eres la más perfecta y la más querida de las abuelas... No puedes tomar a mal que yo estudie la cuestión de las solteronas. ¡Ay! en mi tiempo no había semejante cuestión. Todo lo que pedían las mujeres era un buen marido y unos hermosos hijos.