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Vamos abajo antes que nos llamen. En efecto, cuando los dos primos llegaron al piso principal, la familia estaba ya en el comedor, que era una pieza espaciosa, amueblada también a la antigua. En el centro una gran mesa de roble tallado cubierta con el mantel y atestada de platos, copas, fruteras y dulceras; a juzgar por el número de cubiertos, había convidados.

Al cabo éste, pensando en la tribulación de su suegro, le buscó por toda la casa sin hallarlo. Subió a la buhardilla, que le servía de laboratorio, y antes de llegar escuchó sus pasos, firmes, acompasados, por la habitación. Miró por el agujero de la cerradura. En efecto, el célebre fisiólogo se paseaba lentamente, con las manos en los bolsillos, de un rincón a otro de la estancia, atestada de frascos y retortas, estampas de anatomía e instrumentos de física. Tenía los bigotes aún más caídos que de ordinario; los ojos aún más opacos.

Sin embargo, este D. Casiano, cuando se encerraba en el cuartucho polvoriento y fementido que le servía de despacho y se colocaba delante de su mesa atestada de expedientes, no resultaba un hombre primitivo, sino bien refinado.

Pagadas de su linaje, austeras, inflexibles en la etiqueta, con la cabeza atestada de rancias preocupaciones, las dos señoritas de Moscoso habían procurado infundir en la hija de D. Félix sus manías y sus humos aristocráticos y lo habían logrado á la perfección. El capitán unas veces se burlaba de sus cuñadas y de su hija, otras se enfurecía contra ellas.

Se acercó en silencio a una mesa atestada de papeles y libros, inclinó la cabeza, que ocultó entre las manos, lanzó un hondo suspiro y permaneció largo rato sumido en profundas reflexiones.

¡Hombre al agua! Al cerrar la noche, salió de Torrevieja el laúd San Rafael, con cargamento de sal para Gibraltar. La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los sacos, formando una montaña en torno del palo mayor. Para pasar de proa a popa, los tripulantes iban por las bordas, sosteniéndose con peligroso equilibrio.

Pocos días después se celebró la boda. El invierno se despedía con una rigurosa helada. El recuerdo de un dolor físico se mezcla aún hoy como sufrimiento ridículo, al sentimiento de mi pena. Apoyada Julia en mi brazo, la conduje todo lo largo de la iglesia, atestada de gente, según costumbre provinciana. Estaba pálida como un cadáver, temblorosa de frío y de emoción.

Llevarás una visita mía. ¡El viejo te recibirá mejor que al rey! Y diciendo y haciendo, sentose el prohombre a la mesa atestada de periódicos, cartas y libros, y tomando un pliego de timbrado papel, dejó correr la mano garrapateando el blanco folio con su letra precipitada, ininteligible casi, de hombre abrumado de asuntos.

Conocíanse asimismo los cambios de empleados y el movimiento de aquella administración que, con su enorme balumba de consejos, secretarías, contadurías, real sello, juntas superiores, superintendencias, real giro, real estampilla, renovación de vales, medios, arbitrios, etc., se refugió en Cádiz después de la invasión de las Andalucías. Cádiz reventaba de oficinas y estaba atestada de legajos.

Cuando el diácono cantó el Ite, misa est, aquella dio un suspiro de consuelo y se dispuso a levantarse y huir de los indecorosos pies que la perseguían. Pero era negocio más arduo de lo que se imaginaba. La iglesia estaba tan atestada de fieles que nadie podía revolverse. Todos pretendían besar las manos del nuevo sacerdote, o al menos presenciar la curiosa y tierna ceremonia. Bajó éste una escalera del altar y quedó inmóvil y de pie frente a la muchedumbre, derramando por ella una mirada vaga y sonriente. Hubo un fuerte murmullo que casi se convirtió en gritería, cuando D. Narciso empujó suavemente a la madrina para que tributase la primera su homenaje al oficiante. D.ª Eloisa hincó las rodillas delante de su ahijado y le besó las manos con visible emoción. Cuando se levantó, corrían algunas lágrimas por sus mejillas. Después tomó un frasco de agua perfumada, dio otro a D.ª Rita, y colocadas ambas a derecha e izquierda del presbítero, comenzaron a rociar a los que se acercaban a besarle las manos. Uno a uno, empujándose con prisa, fueron la mayor parte de los fieles rindiéndole este homenaje. Los hombres le besaban en la palma, las mujeres en el dorso, según estaba prevenido.