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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Cerca del amanecer, el cansancio le hizo dormirse, y despertó bien entrado el día. Su primera mirada fué para el camino. Lo vió lleno de hombres y de caballos que tiraban de objetos rodantes. Pero los hombres llevaban fusiles y formaban batallones, regimientos. Las bestias arrastraban piezas de artillería. Era un ejército... era la retirada.

Sobre la mancha azul de sus capotes distinguió unas caras pálidas, unos ojos desmesuradamente abiertos por el martirio. Sus piernas arrastraban por el suelo, asomando entre las tiras de los pantalones rojos destrozados. Uno de ellos aún conservaba el kepis. Expelían sangre por diversas partes de sus cuerpos: iban dejando atrás el blanco serpenteo de los vendajes deshechos.

Y eran flores, flores bellas, las que mórbidas, y esbeltas, y rientes, arrastraban al claror de las estrellas y al sollozo de las aguas somnolentes, sus disfraces de princesas, de princesas refulgentes y de históricas marquesas, con magníficas diademas y con túnicas crujientes.

Tal vez, los aldeanos tenían razón. Es verdad que ni en un segundo, estas fuentes arrastraban una pequeña cantidad de sulfato de cal y otras substancias sólidas; pero en el transcurso de años y siglos, los hilos de agua subterráneos han ido destruyendo la base de los montes.

Un can, asentado tan calladamente como si entendiese la alta ocasión en que se encontraba, avizoraba las celosías de una reja, y el sosiego era tanto, que se percibían desprenderse las hojas de los árboles, que derramándose de rama en rama se arrastraban someramente por el suelo al blando céfiro del otoño.

Aresti, desde un balcón, veía cuatro masas obscuras de boinas, encuadrando el espacio libre, en el cual dos parejas de toros arrastraban penosamente unas piedras más grandes que las muelas de un molino, bloques enormes que al moverse dejaban detrás de ellos la tierra profundamente aplastada.

Se abandonó todo trabajo; no se pensó más en los heridos, y muchos de éstos, sacados ya sobre cubierta, se arrastraban por ella con delirante extravío, buscando un portalón por donde arrojarse al mar. Por las escotillas salía un lastimero clamor, que aún parece resonar en mi cerebro, helando la sangre en mis venas y erizando mis cabellos.

Y el pícaro Anticristo la miraba, echándose el fusilillo a la cara con infantil gracejo, y ¡zas!, disparaba un tiro que la dejaba muerta en el acto; acudían otros chicos, camaradas de Riquín, y entre risotadas y gritos la cogían y la arrastraban por las calles. Gran algazara y befa de la multitud, que decía: «¡La marquesa, la marquesa!».

Los niños, demasiado tiernos para comprender por qué aquella mujer se encontraba separada del resto de sus semejantes, se arrastraban lo más cerca posible para verla ocupada con su aguja sentada á la ventana de su cabaña, ó de pie á la puerta de la misma, ó trabajando en el jardincito, ó paseándose en el sendero que conducía á la población; y al contemplar la letra escarlata en el seno de su vestido, emprendían la carrera con un temor extraño y contagioso.

Los oficiales, detrás de los fugitivos, les golpeaban con los sables de plano, y como los tiros les iban a los alcances, acabaron huyendo con tanta precipitación como orden habían empleado a su llegada. Materne, de pie en lo alto del talud y acompañado de cincuenta hombres, blandía la carabina y reía con la mayor satisfacción. En la parte inferior de la rampa se arrastraban masas de heridos.

Palabra del Dia

hociquea

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