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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Los «monos sabios» conducían de las riendas los caballos heridos, que arrastraban sus entrañas por el suelo, soltando al mismo tiempo por debajo de la cola una diarrea de susto. Al verlos, un encargado de las cuadras comenzó a mover pies y manos, agitado por una fiebre de actividad. ¡Fuerza, valientes!... gritó dirigiéndose a los mozos de las caballerizas . ¡Duro! ¡duro ahí!

A cada pitillo que enrollaba, al suave crujido del papel, una cándida esperanza surgía en su corazón. Cuando ella fuese señora, no había de portarse como otras altaneras, que estuvieron allí liando cigarros lo mismo que ella, y ahora, porque arrastraban seda, miraban por cima del hombro a sus amigas de ayer. ¡Quia! Ella las saludaría en la calle, cuando las viese, con afabilidad suma.

Veinte minutos más tarde, Hullin entraba en la ciudad, detrás de una larga fila de carros tirados por cinco o seis caballos que arrastraban con gran trabajo enormes troncos de árboles destinados a construir varios blocaos en la plaza de armas.

En torno de la Virgen iban como revuelta tropa los entusiastas «macarenos», hortelanos de las afueras, con sus mujeres desgreñadas que arrastraban de la mano una fila de niños, llevándolos de excursión hasta el amanecer.

El viejo navío, como un corcel espantado, se negaba a obedecer; el viento y el mar, que corrían con impetuosa furia de Sur a Norte, lo arrastraban, sin que la ciencia náutica pudiese nada para impedirlo. No tardamos en rebasar de la bahía. A nuestra derecha quedó bien pronto Rota, Punta Candor, Punta de Meca, Regla y Chipiona.

Allen se acercó al muro, se puso de espaldas a él y sacó un pequeño anteojo de bolsillo. Estábamos Smiles y yo mirándole con ansia, cuando vimos que dos hombres blancos se arrastraban por detrás de un muro a observar lo que hacía Allen. Al ver que nos habíamos dado cuenta de su espionaje, los hombres se abalanzaron sobre nosotros, y tras ellos diez o doce moros que estaban escondidos.

Allí había pasado sus últimos años el dueño del buque, enfermo del corazón, con las piernas hinchadas, dirigiendo desde su asiento un rumbo que se repetía todas las semanas, á través de las nieblas, á través de las olas invernales que arrastraban pedazos de hielo arrancados á los icebergs.

Al llegar a París buscó un cuartito amueblado en lo más céntrico; alquiló coche, compró caballo, se hizo socio de dos clubs aristocráticos y comenzó a hacer la vida a que sus convicciones filosóficas le arrastraban.

Salieron los leñadores con el hacha al hombro, saltando la cuerda, confundiéndose con el gentío que comentaba los incidentes de la lucha, y otra vez sonó el pito y el tamboril, mientras las yuntas de bueyes arrastraban al centro de la plaza dos enormes piedras. Llegaba el momento emocionante, la hora del suceso que había atraído á Azpeitia tanta gente. Iba á comenzar la lucha de los barrenadores.

Encajonado el brazo del río entre la ciudad vieja y la nueva, las aguas altas y veloces arrastraban el bote como una rama. El barbero sólo había de mover los remos para desviar la barca de la orilla.

Palabra del Dia

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