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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Este país de sol, de perspectivas azules y risueñas, parecía poblado por una humanidad superviviendo á un cataclismo. Oficiales elegantes, de esbelto talle, arrastraban una pierna, avanzaban con precaución un pie elefantíaco, se doblaban, avejentados, apoyándose en un garrote.

De pronto, cuando el cañoneo fue más recio, cayeron dos granadas por bajo de la sima, donde había una batería, y causaron tan horrible destrozo, que un instante después aquellos puntos negros fueron innumerables, distinguiéndose los grupos de hombres que ascendían a la desbandada por la vertiente, como reses perseguidas de cerca, en tanto que otros, menos, pero más tercos y valientes, arrastraban a brazo los cañoncejos para emplazarlos más arriba.

Allí pasó el verano, viendo cómo el sol, que no la calentaba, hacía humear la tierra, cual si de sus entrañas fuese a sacar un volcán; allí la sorprendieron los primeros vientos de otoño, que arrastraban las hojas secas. Cada vez estaba más delgada, más triste, con una finura tal de percepción, que oía los sonidos más lejanos.

La mañana seguía cenicienta; nubes y más nubes plomizas salían como de un telar de los picos y mesetas del Corfín, caían sobre la sierra, se arrastraban por sus cumbres, resbalaban hacia Vetusta y llenaban el espacio de una tristeza gris, muda y sorda. «No hace frío», observó Frígilis al llegar a la estación. No llevaba más abrigo que su bufanda a cuadros.

Todo el mundo tiritaba en casa del guarda, todo el mundo padecía fiebres, y apenaba ver las caras amarillas y largas, los ojos agrandados y con ojeras, de aquellos infelices que durante tres meses se arrastraban bajo ese ancho sol inexorable que abrasa a los febricitantes y no consigue hacerlos entrar en calor... ¡Triste y penosa vida la de guardacaza en Camargue!

El arenal que se confundía con el camino, se extendía á mi alrededor hasta perderse de vista; por todas partes pobres aliagas; que se arrastraban sobre una tierra negra; aquí y allá, despeñaderos, grutas, senderos abandonados y algunos peñascos asomando apenas sobre el suelo, pero ni un solo árbol.

El uno se ocupaba en encauzar la opinión pública por los derroteros del progreso moral y material, con mengua de los «reptiles que se arrastraban por el cieno, impotentes para elevarse un instante a la región de las ideas, escupiendo su veneno a todo el que sobresale por la inteligencia o por la virtud». Excusado es decir quiénes eran estos reptiles a los que don Rosendo aludía con frecuencia en sus artículos.

Sus rojas aguas, sumamente agitadas, arrastraban, borbollando, innumerables trozos de vegetacion, y hasta troncos gigantescos, arrancados violentamente á los ribazos por la corriente. Nada hay estable sobre su paso.

Las razones que tenía para oponerse a él, eran «obvias». Por una parte, los vientos del Sudoeste, reinantes la mayor parte del año, que arrastraban consigo fétidos miasmas, etc., etcétera. Por otra parte, la dificultad de hallar terreno firme para la cimentación, lo cual originaría un gasto excesivo, etc., etc. Por otra, la necesidad de penetrar en la población con las reses, etc., etc.

El señor Fermín temía que al regresar a Jerez se comprometiese en favor de los huelguistas, impulsado por las enseñanzas de su maestro Salvatierra, que le arrastraban al lado de los humildes y los rebeldes. En cuanto a don Fernando, hacía muchos días que había salido de Jerez custodiado por la guardia civil.

Palabra del Dia

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