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Actualizado: 30 de abril de 2025


Al poner el pie en el estribo, limitóse a decir el viajero en francés muy bien acentuado: Grand Hôtel... Boulevard des Capucins... El coche arrancó dando tumbos como cualquier simón de nuestra España, y el viajero no pareció experimentar esa sorpresa mezclada de admiración, curiosidad y entusiasmo que embarga a todo el que llega a París, una, dos, tres y hasta cuatro o cinco veces.

Migajas estuvo á punto de caer al suelo; pensó en el suicidio; invocó á Dios y al diablo.... ¡La han vendido! murmuró sordamente. Y se arrancó los cabellos, y se arañó el rostro; y en las pataletas de su desesperación, se le cayeron al suelo los fósforos, los periódicos y los billetes de Lotería. ¡Intereses del mundo, no valéis lo que un suspiro!

Habló más, pero sin nueva sustancia; insistió mucho en que aquello debía quedar allí, y arrancó a Bonifacio la palabra de honor de que sólo él y su señora, si él lo creía decente, debían enterarse de lo sucedido. Nadie más. Ya ve usted, es delicado... y los maliciosos, sobre todo allá en el pueblo, si saben que yo vine... y entregué... enseguida caen en la cuenta. Mucho sigilo pues.

Lo ves, Ana, lo ves; ya Juan no viene y se levantó Lucía; fue a uno de los jarrones de mármol colocados entre cada dos columnas, de las que de un lado y otro adornaban el sombreado patio; arrancó sin piedad de su tallo lustroso una camelia blanca, y volvió silenciosa a su mecedora, royéndole las hojas con los dientes. Juan viene siempre, Lucía.

Hasta la vieja Cardenala se arrancó por panaderos con un comerciante vecino casi tan antiguo como ella. La novia, rendida ya, jadeante, se empeñaba, no obstante, en bailar sola, sin hacer caso de María-Manuela que le advertía con empeño de que no lo hiciera, porque se bailaba con el diablo. Mercedes, la madrina, un poco excitada por el vino, quería que Velázquez bailase con ella.

Empezaba a preguntar, más bien con el ademán que con la boca: «¿Qué es esto?», a tiempo que Amparo, sacando del bolsillo un pito de barro, arrimolo a los labios y arrancó de él agudo silbido. Diez o doce silbidos más, partiendo de diferentes puntos, corearon aquella romanza de pito, y el inspector se detuvo, sin atreverse a bajar los escalones que faltaban.

Cogió el sombrero, arrancó el velo, y tiró todo sobre el sofá, malhumurada. Ella no se quejaba del calor, sino del tufo a tabaco, a vino, a demonios, que había dejado el tío Agapo. ¡Y luego el plantón de la tienda! Dos horas de revolver, de hablar, de levantarse, de volverse a sentar, para salir con las manos vacías.

Despreciaba de antemano á la suerte, vencida por él. «¡Ah, perraIba á vérselas con un hombre. De un tirón arrancó la silla en que había puesto otro su mano, y se sentó á una mesa de ruleta, entre dos viejas, sucias y mal vestidas, con aspecto de brujas. Los empleados cruzaron su asombro en forma de discretas ojeadas. ¡El príncipe apuntando, y á aquella hora!... Hagan sus juegos...

Arrancó el coche y Currita respiró desahogada: indudable era que las dos amigas se marchaban al Real a correr alguna juerga... Volvióse entonces la dama a su coche, decidida a esperar allí pacientemente, y recatándose lo posible, acomodóse lo mejor que pudo en el fondo, sin dejar de mirar por la ventanilla a lo largo de la calle.

Y remató su canto con un escobilleo que arrancó voces de admiración: los pies se movían con tal presteza, mientras el tronco permanecía recto, que era imposible seguirlos con la vista. La muchacha volvió a su asiento, y el mocetón quedó gozando de su triunfo, orgulloso y satisfecho.

Palabra del Dia

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