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Actualizado: 29 de noviembre de 2025


Defiendo a nuestra pobre naturaleza humana contestó la joven. No todos los hombres, Amaury, tienen su alma inflexible y su inmutable constancia. Debe usted ser más generoso compadeciendo las debilidades de que no participa. Según eso replicó Amaury, Felipe encuentra indulgencia en su corazón... Y es Antoñita...

Comprendiendo Antoñita que podía notarse su ausencia desapareció más ligera que una gacela. Amaury siguió con los ojos la estela de su vestido blanco y viola subir la escalera, rápida y fugitiva como una sombra; en seguida se cerró tras ella la puerta que daba acceso a la casa.

Aun hay más: como no puedes continuar viviendo en la calle de Angulema y como sin duda quieres visitar a Antoñita en París, te suplico que no le hagas visita alguna sin ir acompañado de alguno de mis más íntimos amigos. Mengis, por ejemplo, va a verla tres veces por semana y a horas fijas. El puede acompañarte y lo hará con mucho gusto, como lo ha hecho siempre con Felipe.

Hay que dejar hablar al padre, al anciano, al moribundo contestó el doctor con extraña solemnidad, sin interrumpirle; y ya que estamos los tres reunidos como hace nueve meses en el momento en que Magdalena acababa de expirar, voy a trazar la historia de ese amor en este tiempo. He leído lo que has escrito, Amaury; he oído lo que has dicho, Antoñita.

»Después de esta escena fuimos los dos al cuarto de Magdalena, que nos recibió alegre y sonriente. ¡Estaba bien lejos de imaginarse que nosotros la considerábamos ya desde entonces como un cadáver, pues acabábamos de oír su sentencia de muerte!» «Anoche, Antoñita, tenía que velar su tío; pero, aunque a no me tocaba hacerlo, no pude conciliar el sueño ni por un instante.

»Con los brazos cargados de flores y el corazón rebosante de alegría salimos de casa del jardinero y emprendimos el camino hacia la quinta de Ville d'Avray. »Ya lo ve usted, Antoñita: el doctor Avrigny, que en cierta ocasión supo salvar a la hija de aquel hombre, no ha logrado salvar ahora a su propia hija.

El que acababa de llegar era, efectivamente, Amaury, quien se había hecho llevar en seguida al cementerio. Una vez allí se arrodilló sobre la tumba, oró durante diez minutos y luego dirigiose hacia la la puerta con ánimo de retirarse. Antoñita experimentó un extraño desfallecimiento, pues comprendió que iba a entrar en la estancia.

Juzgue, pues, de la confianza que puede merecer un carácter tan voluble que borra en menos de un año una pasión que él aseguraba ser eterna. Antoñita bajó la cabeza ante esta profunda indignación de Amaury y permaneció como aterrada. Eres muy severo, Amaury dijo el doctor. ¡Oh! muy severo añadió tímidamente Antoñita. ¿Le defiende usted, Antoñita? exclamó vivamente Amaury.

Serían las diez y media de aquella misma mañana, es decir, una hora después de los sucesos que acabamos de narrar cuando Amaury se apeaba de su caballo a la puerta del doctor Avrigny, en el mismo instante en que también se detenía ante ella ti coche de Antoñita.

»No se sonroje por ello, hermana mía; no se avergüence de su destino y de su naturaleza. Frecuente usted la sociedad y procure buscar en su seno un corazón que sea digno del suyo. Yo, desde el umbral de la tumba de Magdalena la seguiré con fraternal mirada haciendo votos por su felicidad. »Pero, ¿encontrará usted, Antoñita, ese corazón que pueda hacerla dichosa?... ¡Ay!

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