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Estos hombres de barba fluvial y antiparras de oro, pacíficos conejos del laboratorio y de la cátedra, habían preparado la guerra presente con sus sofismas y su orgullo. Su culpabilidad era mayor que la del Herr Lieutenant de apretado corsé y reluciente monóculo, que al desear la lucha y la matanza no hacía mas que seguir sus aficiones profesionales.

¡Silencio! exclamó, levantándose y subiéndose a la frente las antiparras. Y dirigiéndose a : ¡Adelante, caballero! Dejó el libro en la mesa, un horacio antiquísimo, y vino paso a paso a recibirme. Atravesó el dómine por entre la doble hilera de bancos, diciendo a los chicos que tomaran asiento. Los muchachos le obedecieron cuchicheando. Se felicitaban sin duda, de mi llegada.

Eso de la señorita que trajeron en la litera ha dado mucho que hablar a la servidumbre, y dice mi mujer..., pero más vale callar. El hombre aquél de las antiparras verdes había estado ya algunos días aquí, y unas veces la Sra. Condesa, otras su tía, le recibían. Mal hombre parece. ¿Y la joven no hizo resistencia cuando quisieron llevársela? Si parecía muerta, ¿qué resistencia podía hacer?

Cuando ese intrigante de Védène entró en el salón del palacio, costole trabajo el conocerlo al Santo Padre: tanto era lo que había crecido y engruesado. Preciso es también decir que, por su parte, el Papa se había hecho viejo y no veía bien sin antiparras. Tistet no se acobardó. ¡Cómo! Excelso Padre Santo, ¿ya no me conoce Su Beatitud?... Soy yo, ¡Tistet Védène! ¿Védène?...

El rey esperaba á que Quevedo hablase, pero Quevedo se mantuvo mudo é inmóvil como una estatua, pero con la mirada fría y fija en el rey. El rey se sentía mal ante aquella mirada, vista por aquellas antiparras. ¿En qué pensáis, don Francisco? dijo el rey por decir algo.

Y para poder ver bien la letra de ese libro dijo con sorna la dama , llevarás antiparras de ciego... saberlo de memueria replicó impávido el africano».

La duquesa tomó la carta, se acercó á la luz, buscó sus antiparras, se las caló y leyó lo siguiente: «Ayer fuí á vuestra casa y estábais enferma; yo que gozáis de muy buena salud: ayer tarde pasé por debajo de vuestros miradores, y al verme, os metísteis dentro con un ademán de desprecio; anoche hicísteis arrojar agua sucia sobre los que tañían los instrumentos de la música que os daba; esta mañana no contestásteis á mi saludo en la portería de damas y me volvísteis la espalda delante de todo el mundo; todo porque no he podido ser indiferente á vuestra hermosura y os amo infinitamente más que un esposo que os ha ofendido, degradándose.

Temióse, no lo que hacía, sino lo que pudiera hacer de la corte el ilustre descendiente de los Girones, y como es muy principal caballero, y muy poderoso, y muy bravo, se le desterró á Nápoles dorando el destierro con lo de virrey, y como se creía que yo era mucha cosa con el duque y que haría más conmigo que sin , se me envió á San Marcos á hacer penitencia; y como el duque de Osuna no ha cesado de reclamar en estos dos años á su pobre secretario, y como, por otra parte, vos os encontráis con que á pesar de los buenos oficios de don Rodrigo no veis claro en qué consisten tantos reveses y tantas desdichas como sufre España, os habéis dicho: saquemos del encierro á aquel espíritu rebelde, veamos si podemos mudarle á nuestro provecho, y si sus antiparras son más claras que los ojos de don Rodrigo.

Tenía la actitud valiente del hombre que nada teme y se atreve á todo; mostraba los cabellos un tanto más largos que como se llevaban en aquel tiempo; la frente alta, ancha, prominente, atrevida; la ceja negra y poblada, y al través del vidrio verdoso de unas anchas antiparras montadas en asta negra, dejaba ver dos grandes ojos negros, de mirada fija, chispeante, burlona y grave á un tiempo, inteligente, altiva, picaresca, desvergonzada, escudriñadora: mirada que se reía, mirada que suspiraba, mirada pandæmonium, si se nos permite esta frase, á cuyo contacto se encogía el alma de quien era mirado por ella, temorosa de ser adivinada ó de ser lastimada; aquellos dos ojos estaban divididos por una nariz aguileña de no escaso volumen, y bajo aquella nariz y un poblado bigote, y sobre una no menos poblada pera, sonreía una boca en que parecía estereotipada una sonrisa burlona, pero con la burla de un sarcasmo doloroso.

Concluída su obra, miró por cima de las antiparras á todos los que aguardaban brotase la salud de sus manos, y con aire reposado y sentencioso, dijo en tagalo, lo que traducimos en español.