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Actualizado: 18 de junio de 2025


Consideraba como una salvación poder marchar incesantemente. El frío de la altiplanicie había penetrado hasta sus huesos, dejándole yertos los brazos. En torno de su boca el aliento se convertía en escarcha. Los pelos de su bigote y de su barba se habían engruesado con una costra de hielo. Todo el calor de su vida parecía concentrarse en su cabeza y sus piernas.

A pesar de la asiduidad en la labor, no se desmejoraba, al contrario, parecía que cada pasito de la criatura hacia la luz del día era en beneficio de su madre. No podía decirse que Nucha hubiese engruesado, pero sus formas se llenaban, volviéndose suaves curvas lo que antes eran ángulos y planicies.

No había engruesado, y conservaba su esbeltez y gran parte de su hermosura, a pesar de los años. Estaba sin galas, impropias de aquel sitio público; pero todo lo que llevaba puesto era de exquisito gusto; rico sin ser vistoso. En vez de la mantilla tenía sombrero. Su rostro era gracioso. Su tez sonrosada, aunque algo morena.

Cuando ese intrigante de Védène entró en el salón del palacio, costole trabajo el conocerlo al Santo Padre: tanto era lo que había crecido y engruesado. Preciso es también decir que, por su parte, el Papa se había hecho viejo y no veía bien sin antiparras. Tistet no se acobardó. ¡Cómo! Excelso Padre Santo, ¿ya no me conoce Su Beatitud?... Soy yo, ¡Tistet Védène! ¿Védène?...

Sólo ha cambiado el talle, engruesado por la edad, y, sobre todo, ha venido la enfermedad triste e implacable que la mitad del tiempo clava a Genoveva en la cabecera de su madre, sin que la una ni la otra pierdan por eso una sola de sus sonrisas ni un átomo de su apacible amabilidad.

Palabra del Dia

irrascible

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