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Actualizado: 6 de mayo de 2025


Ryp y van Stein, más tenaces, se quedaron allá; renegaron de su religión, y, convertidos al mahometismo, se casaron con moras, y eran los jefes de un aduar establecido en un pequeño oasis con unos cuantos pozos salobres, un bosquecillo de palmeras y acacias espinosas y arganes. Los dos renegados y los moros nos llevaron a Smiles, Allen y a prisioneros a su aduar.

Era un buen marino aquel hombre silencioso. Zaldumbide me contó que, estando en el servicio, parece que había servido en la marina danesa; un oficial, injustamente, le mandó azotar. Poco tiempo después, Nissen, una noche regó con petróleo la cama y el cuarto del oficial y les pegó fuego. Después se escapó no cómo. Mi mejor amigo en el barco era Allen. El conocia mi vida y yo la suya.

Cuando terminé de escribir, salí de la biblioteca, metí la carta en un libro, llamé a la criada y le encargué que diera aquello a la hija del capitán. Temía que, al volver, me iba a encontrar a Uguarte y a Allen luchando a brazo partido. No pudimos dormir ninguno de los tres; Allen estaba indignado contra Ugarte. Antes de amanecer, salimos de casa, sin despedirnos de nadie.

La madera costó un dineral, porque los caprichos de los presos se pagaban. El dinero de Ugarte quedó reducido a unas pocas monedas. No se desconfió de la petición, y Allen hizo seis tablas delgadas, aunque bastante resistentes, que guardaba con autorización de un vigilante en la toldilla de popa.

Ahora, ya en el Océano, consideraban el piratear, el saquear o el robar como medios de enriquecerse más o menos decorosos. Entre los cuarenta tripulantes que íbamos en El Dragón, los había de todas clases: desde tipos cuya vida era una continua serie de maldades y de crímenes, como el doctor Ewaldus, hasta un pobre muchacho irlandés, Patricio Allen, que era un modelo de probidad y de nobleza.

-Vamonos de aquí-nos decía a cada paso. -Espera que podamos vestirnos decentemente y reunir unos cuartos, y nos iremos-le decía yo. Esperó, con grandes protestas. Con el primer dinero que tuve compré una chaqueta, un morral y unas botas grandes con polainas. Allen se vistió a la moda del país; Ugarte, cuando se vio con su traje nuevo, dijo que teníamos que marcharnos.

¿De manera que usted ha conocido a Tristán de Ugarte? preguntó el viejo. . ¿Usted también lo ha conocido? ¡Ya lo creo! ¡Era pariente mío! Es verdad ... Se parece usted a él en la voz..., en algo, no en qué ... ¿Y qué fué de su vida? Murió hace unos meses. ¿En España? Si. ¿Con quién vivía? Con su hija y con un criado, alto, rojo ... ¿Escocés, quizá? Si. Allen: lo recuerdo.

Por lo que me contaba Ana, Allen se encontraba en situación favorable; todos los testigos habían declarado a su favor; el ser el muerto un aventurero extranjero, y él una persona del país, le favorecía también mucho.

Allen se había hecho amigo de la criada y de las gentes de la vecindad; yo escuchaba, sin muestras de impaciencia, la séptima, la octava y la novena vez la relación de las aventuras de Sandow, y Uguarte, después de hacer como que trabajaba en el jardín, se tendía en la cama, y allí estaba maldiciendo de su suerte. Yo comenzaba a sentir una amistad fraternal por Ana Sandow.

Teníamos el recelo de que si entrábamos en cualquier puerto pudieran conocer el barco, y por primera providencia nos prendiesen; así, que decidimos aterrar en un arenal. Allen iría a la aldea próxima con los cuatro o cinco chelines que nos quedaban para ver si podía agenciarse víveres; yo marcharía por agua, y Ugarte se quedaría pescando. No encontré por los alrededores ni arroyo ni fuente.

Palabra del Dia

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