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Actualizado: 6 de mayo de 2025


Al entrar en casa enseñé la carta a mi madre, que se quedó también asombrada. Como sentía gran curiosidad, quise marcharme en seguida; pero mi madre me obligó a sentarme a cenar. Cené rápidamente, y, envuelto en el capote, tomé el camino hacia la herrería de Aspillaga. Allí se encontraba Allen, el viejo hortelano de Bisusalde.

Hubiéramos podido bajar desde allá al mar por una de las cadenas que sujetaban el pontón; pero esta cadena se hallaba tan iluminada por la luz del fanal de popa, que tuvimos miedo de que nos viese la guardia. Allen ató la cuerda en uno de los barrotes de la barandilla, y al otro extremo las tablas que nos tenían que servir para atravesar los pantanos.

Por algún bien intencionado que le ha dicho a Sandow qué clase de gente somos nosotros y de dónde venimos. ¿Y quién será? me preguntó él. Eso lo sabes mejor que nadie le contesté yo, en castellano. Allen nos oía, suponiendo la mala acción de Ugarte.

Yo traté de convencerle de que había que conservar la energía para los momentos graves, sin malgastarla estúpidamente en rabiar por cosas fútiles; además, le advertí que la condición indispensable para que aceptase un plan de fuga era el que fuese sencillo. La única garantia del éxito era la sencillez. Nos asociamos Ugarte, Allen y yo.

Allen comenzó a contar en irlandés una narración arreglada a su gusto, que tenía aprendida de nuestro fingido naufragio; pero le interrumpió el capitán contando sus viajes. Le escuchamos atentamente, nos invitó a cenar, cenamos con él y, al retirarnos, nos dijo: -Aquí podéis estar el tiempo necesario para vuestro descanso.

Era el momento de obrar. Allen corrió por la toldilla y vino al poco rato, deslizándose con nuestras sandalias de madera. Avanzamos por el techo de la toldilla sin hacer el menor ruido. De allí teníamos que saltar a la galería redonda del coronamiento de popa, adonde daban los balcones de la cámara del comandante. De aquélla era necesario descender a otro balcón corrido más bajo y menos saliente.

Allen llegó a casa de su hermana y contó la historia del tesoro del capitán Zaldumbide; dijo cómo usted le había dado la indicación exacta del lugar, que estaba escrita en vasco en un devocionario. Desde aquel día, la casa de mi novia se transformó; mi novia, sus hermanos, la familia entera no veía mas que millones por todas partes.

Nuestro barco seguía navegando. Ahora vamos a la finca dije yo. Desde la altura adonde habíamos subido se veían dos pueblecillos, uno que debía ser una aldea de pescadores, y el otro un pueblo de tierra adentro, rodeado de campos de labranza. Por la noche, y esquivando las miradas de la gente, llegamos a la finca en donde había estado Allen.

Yo estaba deseando llegar a un lugar cualquiera en donde se separaran Ugarte y Allen. Al encontrarse ambos fuera de peligro, se despertó entre ellos un odio feroz. Todo cuanto uno decía le parecía mal otro. Yo intentaba apaciguarlos, pero no era fácil siempre, dada la terquedad del irlandés y la irritabilidad de mi paisano. Luchamos con vientos fuertes durante tres días.

Ya tanto me dijo y me insultó, que le pregunté con sorna: ¿Qué te he hecho yo para que me odies así? Me estorbas gritó él . Uno de los dos sobramos en el mundo. Y en el paroxismo de la cólera empezó a insultarme con furia, a decirme que estaba deseando que me muriera, porque era su bestia negra. Allen, desencajado, pálido de rabia, exclamó: Yo no lo aguantaría.

Palabra del Dia

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