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Actualizado: 6 de mayo de 2025


Anduvimos por la costa. Allí no estaba el bote; o se lo habían llevado o nos habíamos despistado de noche. Ugarte se puso a blasfemar y a lamentarse de su suerte. Allen le dijo que se callara; la Providencia nos estaba favoreciendo, y blasfemar así era desafiar a Dios. Ugarte le contestó sarcásticamente, y hubieran llegado a las manos, a no ponerme yo en medio a tranquilizarlos.

Veía con desesperación el momento en que la miseria desharía su pobre hogar y llevaría a sus hermanas a aquellos antros horribles del placer barato, en donde los marinos del mundo entero se emborrachan con whisky, al lado de una mujer rubia y pintada. Allen sabía que en Liverpool, como en todos los grandes puertos, había enganchadores, comerciantes de hombres.

Recorría los muelles cenagosos buscando trabajo, e iba a caer a esas tabernas de marineros borrachos, en donde se mezclan gentes de todos los países. Allen no sabía, no tenía certificados, y los skippers no le aceptaban.

Allen y yo expusimos deseos de ingresar en la logia, y después de hacer nuestras pruebas, pasamos a ser hermanos. El venerable era un viejo pirata griego, cuya historia era una serie de horrores. Por esta masonería pudimos enterarnos de algunos datos interesantes para una posible evasión. La ría donde se encontraba nuestro pontón era como un gran lago, de más de una legua de ancho.

Los marineros fueron conducidos a presidios del interior y a los pontones próximos a Portsmouth y Chathan. A nosotros nos destinaron a un pontón del norte. Ugarte, Nissen, el timonel, Old Sam, el contramaestre, el irlandés Allen, que quiso venir conmigo por amistad, y otros prisioneros franceses. Al salir de Plymouth, Old Sam se tiró al agua. No se le vio durante algún tiempo.

Había llegado a dar más importancia al tesoro que a su vida. ¿Quieres que te diga dónde está el tesoro, para quedarte con él y luego matarme? solía decir por la noche . No, hijo mío, no. Nosotros, Smiles y yo, le decíamos que se entendiera con Ryp; yo, por mi parte, estaba deseando salir de allí, aunque fuera con las manos vacías. Allen no quería.

El hombre de Bisusalde a quien llamaban el capitán era un marino inglés, que vivía con su hija, muchacha de catorce o quince años, y un criado, llamado Allen. Algunos aseguraban que el viejo había sido pirata; pero esto, según la mujer de la venta, eran ganas de hablar. El inglés daba lecciones de su idioma y solía ir todos los días a Elguea, donde tenía varios discípulos.

Tiramos de una cadena que colgaba cerca de la puerta y sonó una campana a lo lejos. Salió a la puerta una criada vieja, y Allen le dijo que éramos náufragos. -Se lo voy a decir al capitán. Esperad. Desapareció, y al poco rato se abrió una de las ventanas iluminadas de la casa y se presentó en ella una figura de hombre, que gritó: ¡Eh, los náufragos! ¡Adelante!

Dejamos el bote atado a un árbol de la orilla, y escondiéndonos entre las peñas con grandes precauciones, subimos el cerro, hasta llegar al castillo arruinado. No nos habíamos topado con nadie. Por lo que dijo Allen, teníamos que encontrar entre aquellas paredes un muro en donde estuviera esculpido un elefante. El primero que lo vio fui yo. Ahí está grité.

Círculos de espuma fosforescente brillaban sobre las olas. Como me había dicho Allen, el caballo sabía el camino y tuve que refrenarlo para que no partiera al galope. Llegué rápidamente a la herrería, y de allí, a pie, volví a mi casa. No sabía qué decir a mi madre; quizá le iba a producir una gran emoción hablándole de que su hermano vivía a poca distandia de ella, enfermo, casi moribundo.

Palabra del Dia

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