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Actualizado: 6 de mayo de 2025


Patricio Allen era una de tantas víctimas de la suerte. Su padre, un campesino arruinado, había ido huyendo de un pueblo de Irlanda a Liverpool, en busca de trabajo, dejando en la miseria, al morir, a la viuda y a una porción de chicos y chicas. Allen era un hombre afectivo, tenía un gran cariño por la familia y sufría al verla en la miseria.

Luego, levantamos las velas y nos echamos al mar. Había dentro del quechemarín agua y comestibles para unos días. Por la mañana, raspamos el nombre del barco, que se llamaba Betty, y le bautizamos con el de Rosa, de la matrícula de Bangor, el pueblo de Allen. Navegamos todo el día y toda la noche y pudimos comer y descansar.

El señor Smiles traspasó su establecimiento, yo abandoné mi empleo, y, en compañía de Allen, los tres bien armadas, fuimos a Las Palmas. Aquí alquilamos una goleta, con tripulación y todo, y nos dirigimos al río Nun.

En la puerta de la tapia me esperaba Allen con el caballo. Lo sostuvo de la brida para que yo pudiese montar, y me dijo: No necesitará usted guía, ¿eh? No. El caballo sabe el camino; le dejará a usted en la herrería de Aspillaga. Muy bien. La noche había aclarado; la luna, en creciente, aparecía envuelta en nubes, y su luz alumbraba con vaguedad el mar. El viento bramaba furioso.

Un día nos dijo que , que estaba dispuesto a decir dónde estaba el tesoro. Llamó a Ryp y quedamos de acuerdo en ir todos a la orilla del río, escoltados por diez moros armados. Llegamos a la arruinada fortaleza, y Allen exigió que le dejaran solo.

Cuando me encontré con Allen sobre cubierta, los dos vestidos de pontoneros, nos miramos atentamente y nos dimos la mano. Juramos no separarnos jamás. Allí tenía uno que vivir diez años. ¡Una vida!

Después Allen, como loco, siguió golpeando el cadáver, la mesa, con una furia de elefante herido, hasta que rompió el banco y se quedó con un trozo de madera en la mano, contemplándolo como un sonámbulo que despierta; luego lo tiró al suelo, y comenzó a llorar. Toda la gente de la taberna había presenciado el hecho, y estaba de parte de Allen. Vamos le dije yo . Hay que huir. No, no. ¿Para qué?

Allen se hizo amigo de los pastores. Con ellos llegamos a una venta del camino que se llamaba la Campana Azul. Desde su portalada se divisaba el mar y los cantiles y rocas de la costa. Los días siguientes, la compañía de Allen, que tanto exasperaba a Ugarte, siguió librándonos de una porción de conflictos.

Como comprendí su disgusto, por su aspecto de malhumor, le dije: No tenga usted cuidado, hoy mismo nos iremos. Lo celebraré me contestó , no por usted, sino por no ver al denunciador. Después de haberle prometido que nos iríamos en seguida, no comprendía bien su malhumor; pero, por lo que dijo Allen al día siguiente, me lo expliqué.

Al África, por el tesoro escondido. Hombre, yo no puedo, no tengo medios.... No quise decirle que me parecía una fantasía absurda esta historia del tesoro. ¿De manera que usted me cede sus derechos? En absoluto. Está bien. Allen se despidió de , y pocos días más tarde desapareció del pueblo. Una semana después, mi prima me comunicó su pensamiento de trasladarse a Lúzaro.

Palabra del Dia

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