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Actualizado: 6 de mayo de 2025


Le llevaron de Liverpool a Amsterdam, y Zaldumbide lo rescató, pagando sus deudas y embarcándole en El Dragón. Allen era un buen muchacho, pero muy poco marino. Por más que yo intenté explicarle las maniobras, no pude. Miraba al mar como algo sin interés. Tenía espíritu de labrador. Otro hombre bueno en el fondo era Franz Nissen, el timonel. Hablaba muy poco, y nunca de su vida.

Hasta hace unos meses vivía en Liverpool humildemente, estaba de empleado en un almacén e iba a casarme, cuando conocí a un viejo irlandés, hermano de la madre de mi novia. Este irlandés se llamaba Patricio Allen. ¡Patricio Allen! exclamé yo . ¡El que ha vivido tanto tiempo aquí! El mismo.

Le había interrogado a él sobre lo que yo le conté, y, al cerciorarse de que era verdad, se sintió humillado, porque sus aventuras eran completamente vulgares en comparación de las nuestras. Avisé a Allen y a Ugarte que nos teníamos que marchar. ¿Y por qué? preguntó Ugarte, echándoselas de sorprendido. Por nada.

La embarcación, al principio, parecía como desconcertada, como asombrada; avanzaba un poco, retrocedía, daba la impresión de una persona indecisa que quiere dar un salto y no se atreve. Al último cogió tan bien el viento, que se alejó, dejándonos estupefactos. Ya sabe ella dónde va dijo Allen, convencido. Al subir un montículo de arena volvimos la mirada hacia atrás.

Decidimos que Allen entrara a comprar un poco de pan. Allen volvió en seguida, diciendo que no había nadie. ¿No hay nadie exclamó Ugarte . Pues mejor. Y entró y volvió al poco rato con un pan y un trozo de cecina. Estábamos convertidos en ladrones vulgares, Ugarte se dirigió al puerto. Pero, ¿a qué vamos por aquí? ¿No es mejor ir a la playa? dije yo. Haremos una intentona contestó él.

Sólo oyendo a Allen se sentía uno desgraciado, como si el mar, el viento, la soledad y la niebla se echaran sobre uno y lo acogotaran. El español don José era simpático y formaba en el partido de los holandeses. Era generoso, hidalgo, hombre de palabra; no tenía más defecto que el de ser ladrón. Decía que nada era comparable con la emoción de robar.

No sabíamos qué hacer: si echar a andar o esperar a que llegara la mañana. Por gusto, hubiéramos comenzado a marchar inmediatamente, pero nos retenía la esperanza de encontrar el bote visto el día anterior por Allen. Decidimos, por último, quedarnos, y estuvimos en aquel mismo sitio esperando a que se hiciera de día.

Yo, ninguna. Soy rico, no tengo necesidad de nada. Les daré la indicación. Sólo deseo que tengan ustedes mejor suerte. Sin embargo.... Nada, nada. Les di la indicación, traducida del devocionario de Allen, y se fueron, después de darme las gracias efusivamente.

Estos enganchadores acogen en su casa a los marinos sin empleo, les dan de comer y hasta algún dinero, y cuando viene un capitán que le falta marinería, se entiende con el enganchador, escoge sus hombres y paga las deudas con los anticipos de la soldada del marinero. Allen encontró uno de estos enganchadores y se vendió por unos cuantos chelines, que dio a su madre.

Cuando estéis entre los demás, respetadle como teniente; pero si aquí os molesta, os autorizo para que le deis una buena. Se siguió el consejo, y un día Arraitz le calentó las costillas para una temporada. Como éramos la parte más tranquila de la tripulación, se hizo amigo nuestro un irlandés, Patricio Allen.

Palabra del Dia

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