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Lo mismo usted que los amigos que le han apadrinado sabían que mi hijo marchaba como un cordero al sacrificio, porque su infernal habilidad en el arma que había elegido le daba sobre él una superioridad indudable. ¿Quería usted que habiendo sido abofeteado le diese a elegir el arma que más le conviniese? replicó Aldama con más humildad.

Corrió a su habitación, se echó un abrigo encima de los hombros y tomando al niño que le presentaba ya Juana se dirigió a la puerta de la calle. Tristán le interceptó el paso. ¿Adónde vas? Adonde no te vea replicó resueltamente la joven. Entonces en el cerebro de Aldama brilló un rayo de luz; tuvo por un instante la visión clara de su injusticia, de su increíble necedad, y cayó de rodillas.

Era aquel personaje el quinto duque de Aldama, embajador en Londres de Felipe IV, y era el tío Frasquito hijo tercero del vigésimo duque del mismo nombre. Al pie del retrato había colgadas una daga y una espada de gavilanes, de exquisita labor y gran precio, que habían pertenecido al personaje.

¿Quiere usted hablar o no? ¡Maldita sea mi suerte! Allá voy... Ya sabe usted, Tristanito, que a no me gusta pasearme por las calles y que muchos días monto a caballo y me salgo por las afueras. , , ya lo . ¡Adelante! Y que suelo comer donde me pilla... a lo mejor en cualquier taberna... Creo que con eso no ofendo a nadie y que usted no me despreciará, ¿verdad, señor Aldama?

El uno de ellos, nacido en Algodonales, era de los contertulios más asiduos del barbero Calleja; y no es aventurado afirmar que intervino en la cuasi-trágica escena que en el primer capítulo referimos. Se llamaba Francisco Aldama, y por ser andaluz y bastante aficionado al trato de los lidiadoras de toros, se le llamaba Curro Aldama, ó el Curro.

¡Ah, sin motivo! exclamó Aldama con acento sarcástico . Los hombres perversos nunca encuentran motivo para que se les odie. Y en el fondo tienen razón. ¿Qué culpa tienen ellos de haber nacido perversos? A ti te consta mejor que a nadie la serie de ruindades que ese hombre ha hecho conmigo. A sólo me consta porque me lo has dicho.

Si hemos de verle nosotros, tenemos que dirigirnos al naciente club de La Fontanilla, donde el buen realista conversaba muy calurosamente con el Doctrino y con el otro joven llamado Aldama, de quien ya tenemos noticia. Indiquemos la variación que había ocurrido en aquella casa. El poeta había volado.

A menudo, cuando tenía que enviarle una carta por el correo interior o por medio de mensajero, escribía en el sobre: «Señor don Tristán Aldama del Páramo», o bien añadía al apellido «y Fernández Yermo» o «Desierto Arenoso». Tristán toleraba estas bromas porque respetaba y admiraba a su amigo.

Doña Teresa Burguillos, feliz consorte del barbero, era un poco torpe para la pronunciación de los nombres propios, y solía llamar Aldaba al amigo y comilitón de su esposo. Era Curro Aldama ó Aldaba exaltado fontanista, de crasa ignorancia, y con aquella osadía que acompaña siempre á los necios. Se la echaba de gran patriota, y no sonaba cencerro en Madrid sin que él tomara parte en la danza.

Salió, pues, confiado del corredor, pero al pasar por el vestíbulo salía el anciano poeta del guardarropa donde acababa de ponerse el abrigo. Se encontraron de frente. Tristán tuvo un instante de vacilación. Al cabo bajó los ojos y trató de ganar la puerta sin saludar. Rojas no le dejó: Buenas noches, Aldama. ¿Por qué no quiere usted saludarme? ¿Teme usted los reproches de su víctima?