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Actualizado: 26 de julio de 2025
La guardia ratonil, inmóvil, silenciosa, preparada, mordiendo ya casi el cartucho, protegía el paso del rey Buby, formando desde el dormido D. Gaiferos hasta los dos agujeros de entrada y de salida el formidable triángulo romano de la batalla de Ecnoma... Era aquello imponente y aterrador... Una vieja feísima dormía en una silla, con la calceta á medio hacer caída sobre las faldas.
Verla Amparo, apoderarse de ella con ímpetu feroz, y dar un terrible golpe en la cara a su dueña, fué instantáneo. La Socorro cayó de la silla soltando cuatro chorros de sangre por los cuatro agujeros que los pinchos del instrumento la hicieron. El susto, para los que allí estaban fué grande, pues no habían advertido la disputa. Todos corrieron presurosos a levantar a la herida.
La gente va marchando, pero viendo Que los tristes, que fueron delanteros, Murieron, del negocio se temiendo, Quisieran hallar todos agujeros. Salazar desmayò que va rigiendo; Desmayan los soldados compañeros, Que tantas flechas ven venir lloviendo, Que la tierra con ellas van cubriendo.
Los encargados de hacer el inventario han podido adivinar que era usted un gentleman porque tiene la piel fina y limpia, aunque para nosotros siempre resulta horrible por sus manchas de diversos colores y los profundos agujeros de sus poros. Pero este detalle, para un sabio, carece de importancia.
De vez en cuando un agujero, por el que se veía el interior de la catedral, con una profundidad que causaba vértigos. Eran aspilleras verticales, estrechas bocas de pozo, por cuyo fondo pasaban las personas como hormigas sobre las baldosas del templo. Por estos agujeros bajaban las cuerdas de las grandes lámparas y la cadena dorada que sostiene el Cristo sobre la reja del altar mayor.
Antes de entrar miré al cielo. Aparecía cubierto por un leve manto de nubes, tan leve, que no conseguía velarlo por entero, semejante a una colcha de encaje con fondo azul. El sol, asomando su ardiente pupila por los agujeros de esta celosía de nubes, era el único curioso que nos observaba. El carruaje marchaba lentamente.
Y no la vió más. Nuevas preocupaciones torcieron el curso de sus pensamientos. Un día encontró en la calle á un ruso que parecía viejo y enfermo: Sergueff, su antiguo maestro. Debía tener unos cuarenta años y parecía un setentón, con la barba de un blanco sucio, el pelo triste, como apolillado, y un rostro de profundas arrugas, sin más vida que la de los agujeros verdes de sus ojos.
Viven en él diez y siete monjas; pudieran vivir ciento. Es de sólida e irregular mampostería, trepado por numerosos agujeros, con arcos y ventanas cegados, con altas celosías de madera negruzca.
Un poco más allá vio la columnata del vetusto cenador derruido, atravesó el puente brincando sobre los agujeros que habían dejado las piedras desprendidas y se sentó entre la maleza de los espinos y acacias que lo envolvían. Se acordó del último banquete que allí se había celebrado. ¡Qué feliz, qué inocente era entonces! ¡Cuán poco podía presumir lo que le aguardaba!
Sin hacer ruido, llegó don Paco a la casilla y vio que la puerta estaba cerrada con cerrojo que había por dentro. La luz salía por un ventanucho pequeño, donde en vez de vidrio había estirado un trapo sucio para resguardo contra la lluvia y el frío. Con el estorbo del trapo no se podían ver los objetos de dentro; pero don Paco se aproximó y reparó en el trapo tres o cuatro agujeros.
Palabra del Dia
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