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Actualizado: 14 de julio de 2025
Empezaba a creer que había nacido para cumplir una misión histórica, según afirmaban sus aduladores. Al marcharse á la guerra, sólo sabía trazar su firma como un jeroglífico, y aun esto lo había aprendido durante unos meses que pasó en la cárcel á causa de ciertas puñaladas recibidas por alguien que pretendía casarse con la que ahora era su mujer.
Al tratar la prensa periódica al día siguiente de este suceso, grandes cosas dijo de la magnificencia del cuadro, tal como aparecía en conjunto a la vista del recién llegado observador, y grandes despilfarros de incienso dedicó al buen gusto y a la riqueza de la ilustre familia; pero preciso es confesar que por aquella vez, si los «órganos de la opinión pública» pecaron de entrometidos y de aduladores, en manera alguna de inexactos, como no fuera por quedarse cortos en sus reseñas y ponderaciones.
Bien mediada la tarde, cuando el salón del casino estaba menos concurrido, la atmósfera más despejada, y las bolas de marfil quietas sobre el paño verde, don Andrés dio por terminada la partida, aproximándose a su discípulo, rodeado como siempre por los partidarios más pegajosos y aduladores.
Como veinte años antes de la historia que vamos narrando, llegaron a la ciudad donde sucedió, un caballero de mediana edad y su esposa, nacidos ambos en España, de donde, en fuerza de cierta indómita condición del honrado don Manuel del Valle, que le hizo mal mirado de las gentes del poder como cabecilla y vocero de las ideas liberales, decidió al fin salir el señor don Manuel; no tanto porque no le bastase al Sustento su humilde mesa de abogado de provincia, cuanto porque siempre tenía, por moverse o por estarse quedo, al guindilla, como llaman allá al policía, encima; y porque, a consecuencia de querer la libertad limpia y para buenos fines, se quedó con tan pocos amigos entre los mismos que parecían defenderla, y lo miraban como a un celador enojoso, que esto más le ayudó a determinar, de un golpe de cabeza, venir a «las Repúblicas de América», imaginando, que donde no había reina liviana, no habría gente oprimida, ni aquella trabilla de cortesanos perezosos y aduladores, que a don Manuel le parecían vergüenza rematada de su especie, y, por ser hombre él, como un pecado propio.
ELSA. ¡Padre, es el elegido de mi corazón! EL CONDE. ¡Y al mismo tiempo, mi enemigo! ELSA. No le conoces. Cegado por el odio al emperador, empezaste a odiar al duque sin haberle visto siquiera. EL CONDE. Sí, odio a todos esos aduladores serviles que andan a cuatro patas por las gradas del trono. Mendigan lo que hay que tomar por la fuerza.
Luego gustó ménos de aduladores, dió ménos fiestas, y fué mas feliz; porque, como dice el Sader, sin cesar placeres no son placeres. Disputas y audiencias. De este modo acreditaba Zadig cada dia su agudo ingenío y su buen corazon; todos le miraban con admiracion, y le amaban empero.
Esto obraba aquel rei tan celebrado en nuestras historias por hombres aduladores, neciamente engañados ó cobardes. En las confiscaciones estribaba todo el gran celo por el acrecentamiento de la religion cristiana en sus tierras i señoríos: en las confiscaciones aquel deseo de mantener en sus estados la unidad religiosa, accion que tanto nos han cacareado sus panegiristas.
Tendría que suprimir los cigarros de la Habana, que repartía pródigamente, y los vinos andaluces de precios caros; tendría que contener su generosidad de gran señor, y no gritar más «¡Todo está pagado!» en cafés y tabernas, ímpetu generoso de hombre acostumbrado a desafiar la muerte, que le hacía convertir su vida en un derroche loco; tendría que licenciar la tropa de parásitos y aduladores que pululaban en torno de él haciéndole reír con sus peticiones lloriqueantes; y cuando una hembra guapa de la clase popular viniese a él si es que llegaba alguna viéndole retirado , ya no lograría hacerla palidecer de emoción poniéndola en las orejas unos zarcillos de oro y perlas, ni se divertiría manchando de vino el rico pañuelo chinesco para sorprenderla después con otro mejor.
Este avanzó con cautela, paso tras paso; nada de pellizcos, ni de palabrotas necias, ni de estrujones contra los bastidores: una actitud sosegada, dulce, casi melancólica, adecuada para no espantar la caza, algunas palabritas melosas y furtivas, varios conceptillos aduladores envueltos en suspiros, y cuando todo estaba convenientemente preparado ¡zas! el salto que todos conocen: «María, yo me muero por V... perdóneme V. el atrevimiento... yo no puedo tener escondido por más tiempo lo que siento, etc., etc.»
En este método de vida, y sin pensar en abandonarle, porque no conocía otro más divertido, cumplió Verónica los veintidós años. Decían los cronistas de salones por escrito, y de palabra el enjambre de aduladores que cenaban en su casa y la perseguían en las ajenas, que era, por entonces, el dechado de todas las perfecciones escultóricas y el conjunto de todos los donaires del ingenio.
Palabra del Dia
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