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De esta suerte ahogó el general al Príncipe tártaro. No bien murió, los genios desaparecieron, y los soldados del Rey Venturoso se rehicieron y reunieron a su jefe. Este esperó con ellos a los enviados que traían la carta del Kan de Tartaria, y que no se hicieron esperar mucho tiempo.

Así es que inmediatamente quedaron desencantados los tres mancebos. La China y la Tartaria fueron dichosas bajo el cetro del Príncipe. La Princesa y sus amigas lo fueron más aún casadas con aquellos hombres tan lindos. El Rey Venturoso abdicó, y se fue a vivir a la corte de su yerno, que estaba en Pekín.

Sus súbditos, creyéndole muerto, han tenido que someterse al Kan de Tartaria.» ¿Qué deducís de eso, señora? dijo la doncella. ¿Qué he de deducir, respondió la Princesa Venturosa, sino que el Kan de Tartaria es quien tiene encantado a mi Príncipe para usurparle la corona? He ahí por qué aborrezco yo tanto al Príncipe tártaro. Ahora me lo explico todo.

Le guardaron asimismo, por especial privilegio de los diablos, Nembrot y sus descendientes. El último, de éstos murió, una semana ha, por disposición tuya, ¡oh Princesa Venturosa! y ya no queda en el mundo sino una sola persona que pueda descifrarte la carta del Kan de Tartaria. Esa persona soy yo; y para hacerte ese servicio, el rey de los genios ha conservado siglos mi vida.

El encanto quedará deshecho en el acto, el Kan de Tartaria morirá de repente, y el Príncipe de la China, no sólo poseerá el celeste imperio, sino que heredará asimismo todos los kanatos, reinos y provincias, que por derecho propio posee aquel encantador endiablado. Apenas el ermitaño acabó de decir estas palabras, hizo una mueca muy rara, entreabrió la boca, estiró las piernas y se quedó muerto.

Al anochecer de aquel mismo día volvió a entrar el general en el palacio del Rey Venturoso con la carta del Kan de Tartaria entre las manos. Haciendo un gentil y respetuoso saludo, se la entregó a la Princesa. Rompió ésta el sello y se puso a leer, pero inútilmente: no entendió una palabra. Al Rey Venturoso le sucedió lo mismo.

El linaje humano por medio de su incompleta y enfermiza razón llegará a conocer, cuando pasen millares de años, algunos accidentes de las cosas; pero siempre ignorará la sustancia que yo conozco, que conoce el Kan de Tartaria y que han conocido los sabios primitivos que se valieron, para sus elocubraciones, de esta lengua perfectísima e intransmisible ya por nuestros pecados.

Cuando me case, iré a Tartaria. A Dios gracias, no dependerá de ti, sobrina. Ya lo creo que , tío; haré mi voluntad, no la de mi marido, a quien llevaré a Bukharia para que le coman los gusanos. ¿Cómo? Comido por... murmuró tímidamente el barón. señor, lo que habéis oído.

El Príncipe de la China es por sus virtudes, talento y hermosura, el favorito del rey de los genios, el cual le ha salvado mil veces de las asechanzas que el Kan de Tartaria ponía contra su vida. Viendo el Kan que le era imposible matarle, determinó valerse de un encanto para tenerle lejos de sus súbditos y reinar en lugar suyo en el celeste imperio.

Sólo uno, el hijo del Kan de Tartaria, había logrado salvarse de su indiferencia para incurrir en su odio. Este Príncipe adolecía de una fealdad sublime. Sus ojos eran oblicuos, las mejillas y la barba salientes, crespo y enmarañado el pelo, rechoncho y pequeño el cuerpo, aunque de titánica pujanza, y el genio intranquilo, mofador y orgulloso.