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¡Qué alegría sentí al verte! decía el hermoso doctor empleando el lenguaje sagrado de la ciencia con tanta facilidad como Ra-Ra . Te creía lejos, en uno de esos viajes que tanto me inquietan. Ahora, al encontrarte, me considero feliz; pero no por eso dejo de pensar en tus enemigos. Los del Comité de supresión del antiguo régimen no te olvidan, y sus espías siguen buscándote por la capital.

Un instinto secreto, que no acierto á explicarme pero que no me engaña nunca, me hizo sospechar que mi vecino tenia algun parentesco con la Iglesia. Sentí no qué olor de sacristía, y me propuse saber si mi impresión se confirmaba.

Sentí un poco de temor; pero mi gran resolución me había llenado de tal alegría, que no había ya lugar en para una inquietud. ¿Quieres servirte mismo? Mientras tanto iré a verla. Cuando entré en la habitación, la encontré en la misma posición en que la había dejado por la mañana, y, acercándome a la cama, vi que tenía los ojos muy abiertos y miraba fijamente el techo.

Sobre la consola ardían dos quinqués con sendas pantallas, que no les permitían alumbrar más que el suelo, dejando envuelto en media luz y muy tenue el resto de la habitación. Al poco rato de estar allí sentí el taconeo de unos pasos, y doña Tula y don Oscar llegaron al mismo tiempo a la puerta.

Estábamos en el comedor conversando, cuando a Camucha se le ocurrió hablar de mi antigua pasión por José Luis. Yo sentí como si me dieran un golpe en el pecho y no pude dejar de mirar a Julio.

Me dolía el corazón... Sentí que me tocaban en el hombro, y que me decían quedito, muy quedito: ¡Rodolfo!... ¡Rodolfo! Era Linilla. Ya todos se han recogido, murmuró y he venido a decirte adiós, porque no quiero verte mañana. ¿No quieres verme? ¡No; me sería imposible salir de aquí!... ¡No podría contener mis lágrimas!

Una mano ruda sujetó por un instante mi cabeza; un lienzo cubrió mis ojos; sentí mucha apretura en la garganta, y... desperté. El cuello de la camisa me estaba apretando de un modo extraordinario. No hice más que soltar el botón y quedé otra vez profundamente dormido.

Yo mismo me sentí transportado, y cuando mi nublado espíritu se aclaró un poco, me vi en una lancha, recostado sobre las rodillas de mi amo, el cual tenía mi cabeza entre sus manos con paternal cariño. Marcial empuñaba la caña del timón; la lancha estaba llena de gente.

Sentí la diestra de Sarto sobre mi hombro y que decía, con turbada voz: ¡Por Dios vivo! Es usted más Elsberg que todos ellos. Pero yo he comido el pan del Rey y mi deber es servirle. ¡Iremos a Zenda! Le miré y tomé su mano. Ambos teníamos lágrimas en los ojos. Asaltábame una tentación terrible. Quería que Miguel, obligado a ello por , diese muerte al Rey.

Puedo asegurar que no sentí ningun frio á pesar de aquella temperatura, las emociones me mantuvieron el calor: nada mas portentoso que semejante viaje; pueden con gusto aceptarse los riesgos que se corren, á trueque de verlo una vez.