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Por fin de fines, los pícaros impuestos subsistieron y, entre gruñido y refunfuños, hubo de pagarlos todo aquel que, teniendo ley a su pescuezo, no ambicionara ponerlo en relaciones íntimas con el verdugo.

Fortunata comprendió que también quería meterse con ella; mas no teniendo ganas de reñir, dejaba sin contestación sus refunfuños. «Mira que es pifia mandar traer esta babilla y esta falda que no sirve ni para el gato. Tienes la cabeza llena de viento. Nada, en cuanto yo me descuido, ya no das pie con bola». Fortunata empezaba a sentirse mal.

No recuerdo a quién decir que los mandamientos de la mujer casada son, como los de la ley de Dios, diez: El primero, amar a su marido sobre todas las cosas. El segundo, no jurarle amor en vano. El tercero, hacerle fiestas. El cuarto, quererlo más que a padre y madre. El quinto, no atormentarlo con celos y refunfuños. El sexto, no traicionarlo. El séptimo, no gastarle la plata en perifollos.

Ya sabes que no los paso, como no sean bien frescos. Comerá usted lo que le den, sin refunfuños, que el poner tantos peros a la comida que Dios da, es ofenderle y agraviarle. Bueno, hija, lo que quieras. Comeremos lo que haya, y daremos gracias a Dios. Pero come también, que me da pena verte tan ajetreada, desviviéndote por los demás, y olvidada de ti misma y del alivio de tu cuerpo.

Algo desusado y anormal notaron en él, pues tomaba el dinero maquinalmente y sin examinarlo con roñosa nimiedad, como otras veces, cual si tuviera el pensamiento á cien leguas del acto importantísimo que estaba realizando; no se le oían aquellos refunfuños de perro mordelón, ni inspeccionó las habitaciones buscando el baldosín roto o el pedazo de revoco caído, para echar los tiempos á la inquilina.

El virrey Abascal, que había recibido varios avisos de que grupos del pueblo se preparaban a armar un motín para libertar al sentenciado, rodeó la plaza con tropas reales y milicias cívicas. La excitación no pasó de oleadas y refunfuños, y el verdugo Pancho Sales llenó tranquilamente sus funciones.

Se subía, con gestos risibles, a las más agudas notas de la escala, como sube el mono por una percha; descendía de un brinco al pozo de los acordes graves, donde simulaba refunfuños de viejo y groserías de fraile.