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Se hacía necesario inventar cuanto antes otra cosa, porque los empresarios no se arriesgaban ya a contratar un espectáculo tan gastado, y ella no se decidía a abandonar su querido París... Mejor dicho, su marido o amigo, el lindo Raguet, era quien no le permitía abandonar a París. Este Raguet era un parisiense incurable.

Y Raguet le contestaba, meneando la cabeza y como si él hubiera contribuido en la compra: Me temo que hayamos hecho un mal negocio con el animalucho. ¿Por qué no lo vendemos? Catalina sabía que venderlo era dejar la suma casi íntegra en las manos de ese disipado de Raguet; además, ella no desesperaba de amaestrar a Cónsul, y hasta le tenía algún afecto... Por eso respondía: Tengamos paciencia.

El lindo Raguet, frenético de impaciencia, apostrofó a Catalina con sus peores injurias, ¡y tenía un buen repertorio de ellas! Y cuando se cansó de insultarla, le asestó feroces bofetones y puntapiés, practicando su máxima favorita: «Las mujeres son como las aceitunas.

Adquirido el mono, liquidó Catalina su última contrata, y se retiró con él a una casita de los alrededores de París, dispuesta a amansarlo y enseñarlo. Con la idea de las ganancias que pudiera proporcionarle su adquisición, Raguet le disculpó este alejamiento del centro de la ciudad. Con frecuencia iría a visitarla, siquiera en las noches que no contase con ningún otro refugio.

Gruñía, daba grandes manotones al aire, se sacudía contra los barrotes de hierro... Muchas veces, antes de que Catalina viera a Raguet, conocía su aproximación por las demostraciones del mono, quien ni escuchaba entonces sus voces... Tiene celos de ti decía después a Raguet.

Los golpes y las caricias de Raguet le eran tan indispensables como el aire. Prefería morir insultándolo martirizada por sus manos implacables, a obtener lejos de él éxitos y contratas... Felizmente vino a socorrerla una casualidad propicia.

Ante el convincente argumento del caso de Niní, Raguet se callaba, no sin rezongarle antes a Catalina: Si es así, debes apurarte en amaestrar a tu Cónsul. ¡Van ya para tres meses que estás de haragana, sin hacer nada!

Catalina lo tranquilizaba entonces, como diciéndole con su mirada cariñosa: Espérate a que eduque a Cónsul, para convidarte con champaña y gallina, como Niní a Sansón, el hombre de las pesas falsas y de los músculos postizos... Una noche estuvo Raguet más exigente que de costumbre. Necesitaba en ese mismo instante trescientos francos...

Por eso Catalina, al notar el creciente descrédito de sus vampiros, se veía obligada a resolver un dilema insoluble: o contratarse en barracones de tercero y cuarto orden, donde se pagaba poco a las «artistas», y exponerse por consiguiente a las diarias sobas de Raguet, o bien abandonarlo y marcharse con sus animalejos en jira por las provincias y el extranjero... Esto último hacíasele imposible.

Sin contestar a la domadora domada, Raguet, con un hambre de diez o doce horas de vagabundeo, replicaba con voz tonante: ¡Basta de Cónsul! Dame pronto lo que tengas de comida... Y Catalina corría a la cocina, de donde volvía triunfante a la media hora, con alguna cazuelilla improvisada.