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No descuidaba ella por eso el gobierno de su casa, que estaba saltando de limpia, y todo muy en orden, a pesar de los siete chiquillos que tenía, el mayor de ocho años; pero como la casa era muy grande, a los cinco mayores, entregados a una mujer ya anciana y de toda confianza, los tenía en el extremo opuesto de aquel en que estaba ella, a fin de que no turbasen con sus chillidos y gritería, ya sus solitarias meditaciones, ya sus lecturas, ya sus interesantes coloquios con el padre Anselmo, con el cacique o con alguna persona de fuste que viniese a visitarla.

Muchas veces salía mi hija del convento y venía a pasar algunos días conmigo. Con más frecuencia iba yo al convento a visitarla y a hablar con ella. Mi amor y mi vanidad de madre estaban cada día más lisonjeados. Lucía iba creciendo en hermosura y en natural elegancia. Algo había en ella de parecido a , pero se parecía mucho más a su padre.

No es la hora ni el sitio de decírmelas se apresuró a añadir la joven, molestada por la actitud apremiante de Huberto. Entonces, ¿tengo que esperar para conocer mi suerte? interrogó él tomando la mano de María Teresa entre las suyas. ¡Reconozca que es un poco duro! ¿Puedo, a lo menos, ir a visitarla en cuanto esté en París, en los últimos días de noviembre? Venga usted, mamá lo ha autorizado.

Pero ya que tanto te ocupas de hacer feliz á la humanidad, ¿por qué no te acuerdas de la pobre de tu mujer?... Y hablaba con sorda cólera de la de Lizamendi, que muchas veces lloraba al visitarla, recordando el pasado. Se veía en una situación difícil, ni soltera, ni viuda; eludiendo hablar de su estado, ocultándolo casi, para que nadie pudiese creer que era ella la culpable de la separación.

Ella se había limitado á obedecer á la doctora, que lo sabía todo... Luego vacilaba, rectificándose. No; su amiga no podía saberlo todo. Por encima de ella estaban el conde y otros personajes que venían de tarde en tarde á visitarla, como viajeros de paso.

Pero en su alma entristecida y debilitada por la enfermedad, la punta de aquella acerada flecha se revolvía causando vivos dolores que procuraba ocultar. Cada vez que Clementina venía a visitarla, y últimamente lo hacía dos veces cada día, los ojos de su madrastra se fijaban en ella con muda interrogación, procurando leer en los suyos las ideas que le pasaban por el cerebro.

Raro era el día que al ir a visitarla no le llevaba alguna golosina; unas veces jamón con huevos hilados, otras píos nonos rellenos de dulce crema, y en viéndola bostezar de aburrimiento, que le parecía flato, bajaba de tres en tres las escaleras para que del café cercano trajesen un bisté sepultado bajo un cerrillo de patatas.

Fundaron los Jesuitas la mision de este nombre en 1690, sobre la ribera oeste del rio Mamoré, entre las bocas de los rios Aperé y Tijamuchi y distante como ocho leguas al norte de Trinidad. Al visitarla el gobernador de Santa-Cruz en 1691, encontró en ella dos mil trescientas sesenta y una almas; número que se acreció mas tarde hasta tres mil.

Había muchas señoras que iban a visitarla, sólo por enterarse de su tocado casero. Gonzalo, al verla enfrascada en la lectura de las revistas de salones, al oir describir, como si lo hubiera visto, un baile en Palacio, exclamaba riendo: «¿Sabes cómo se llama en medicina esa manía tuya?... Delirio de grandezas». Ella se enojaba.

Era ya esta mezquita en el reinado de El-Hakem bella, arrogante, grandiosa como ningun otro monumento; mas no tardó, á pesar del vasto espacio que ocupaba, en ser incapaz de satisfacer las necesidades religiosas de aquel pueblo. Voló su fama por las naciones sujetas al poder del islamismo; y se llenó de peregrinos que vinieron á visitarla desde los mas apartados límites del mundo.