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De un golpe derribó a Raguet... Tomó a Catalina en sus brazos... Lamiole con su lengua rugosa las heridas... Y llevola cargada como una criatura a su jaula... Al volver en , Raguet recordó que en la casa no había nadie a quien pedir auxilio. Tomó su sombrero y huyó cobardemente, sintiendo siempre detrás de los pasos vengadores de Cónsul...

No concebía la vida sino vagando por los bulevares, teatro de sus fáciles conquistas... Como lo fuera con muchas otras, Raguet era un tirano para Catalina. Siempre insaciable de dinero amenazábala y pegábale brutalmente cuando ella no se lo proporcionaba.

Raguet y Catalina se miraron pálidos de terror; la puerta se abrió... Ante la vacilante luz de la bujía vieron un demonio inmenso que se adelantaba lentamente sobre sus dos patazas, con los ojos fosforescentes de cólera... Era Cónsul, el mono chimpancé. Al apercibir los gritos de Catalina había sacudido con tal fuerza la puerta de su jaula, que había cedido... ¡Venía a socorrer a su ama!

¿De dónde quieres que los saque?... gemía la infeliz Catalina. Ya no me quedan diez céntimos de lo último que cobré... Debo un mes de alquiler... Ayer pedí prestados quinientos francos a Blondeau el empresario, y ese gordo tacaño no me quiso prestar más que ciento cincuenta... ¡Alhajas no tengo, ni crédito, ni trabajo!... ¡Perdóname, Raguet, ten lástima de !... ¡Mientes! vociferó Raguet.

A Raguet era a quien profesaba Cónsul su odio más terrible. Hasta olfateábalo desde lejos. Pues, en cuanto pisaba la casa, de día o de noche, aunque para nada se acercase a la habitación donde se hallaba la jaula, Cónsul se ponía como fuera de .

Raguet iba para treinta años, justo su edad, que vivía de haragán, sin hacer nada más que gastar lo que pidiere o trampeare... No obstante de saberlo muy bien Catalina, se limitaba a pedirle perdón: ¡No te enojes, Raguet! Cada uno hace lo que puede... La gente ya estaba cansada de los vampiros...

Debes tener más dinero guardado... ¿Con qué comes, pues?... Te juro que no tengo más, ¡te lo juro por las cenizas de mi madre, Raguet!... Yo no puedo volverme monedas... Dame entonces esos ciento cincuenta francos que te prestó el imbécil de Blondeau... ¡No los tengo ya! ¡no los tengo!... He pagado con ellos al panadero, al mercado, al sirviente, que se fue hoy y me ha dejado sola...