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Cansado ya de decepciones y de manzanos, había dejado hacía una hora de prestar la menor atención al paisaje, y dormitaba tristemente, cuando de pronto me pareció apercibir que nuestro pesado carruaje se inclinaba hacia adelante más de lo natural; al mismo tiempo, el andar de los caballos aflojaba sensiblemente y un ruido de hierros viejos, acompañado de un rozamiento particular, me anunciaba, que el último de los conductores acababa de aplicar la última arrastradera á la rueda de la última diligencia.

Y viendo esto el capitán D. Juan de Castilla, y habiéndole avisado un paje de Su Excelencia, llamado Calveti, que los soldados hablaban con los turcos y que tomaban pan y agua y fruta que les daban, hizo retirar y puso de guardia en la dicha batería á su alférez D. Diego de Castilla, su hermano, y al sargento del capitán Olivera, que se llamaba Valdés, y éste quedó después captivo en Trípol, y entrambos á dos eran muy valientes soldados, y dióles orden que no dejasen llegar á nadie á la batería, ni menos que tomasen cosa alguna de los turcos, y él entre tanto entendía en repararse y apercibir y poner en orden á los soldados que allí tenía para defenderse, determinado de hacer todo lo posible hasta la muerte; y así mandó á su alférez que quemase la bandera, y á sus criados que rompiesen y echasen en el fuego unos reposteros suyos, porque tenían el escudo de sus armas, y esto hizo á fin que los turcos no podiesen hacer triunfo con su bandera como hicieron de las otras que ganaron de los nuestros, colgándolas de las entenas de sus galeras, y así dió á saco lo demás de su ropa y no quiso salvalla dentro del castillo, como lo hicieron otros Capitanes y gentiles-hombres; también quería que quedase allí su ropa y lo que tenía.

Raguet y Catalina se miraron pálidos de terror; la puerta se abrió... Ante la vacilante luz de la bujía vieron un demonio inmenso que se adelantaba lentamente sobre sus dos patazas, con los ojos fosforescentes de cólera... Era Cónsul, el mono chimpancé. Al apercibir los gritos de Catalina había sacudido con tal fuerza la puerta de su jaula, que había cedido... ¡Venía a socorrer a su ama!

Subía la avenida del parque lentamente, abstraída, cuando sintió caminar a alguien detrás de ella. Maquinalmente se dio vuelta y no pudo reprimir una exclamación de sorpresa al apercibir a Huberto. ¿Usted? , todavía yo.

Al apercibir a Jacobo esparciose por su semblante esa sonrisa plena que las mujeres reservan para sus hijos o sus amantes, y que los maridos ven raras veces. Aquella sonrisa bastó para tranquilizar a Jacobo y convencerle de que ningún ruido había llegado a los oídos de Juana.