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Le echaré muchas firmas debajo, y verá si vale. Aunque Estupiñá no creía válida aquella manera de testar, hizo lo que se le mandaba. Ahora, amigo dijo ella, perdiendo gradualmente el uso de la palabra , coja usted a mi hijo y lléveselo... ¡ay!, déjemelo besar otra vez... Aguarde a que me muera... No; lléveselo antes de que venga mi tía, o mi marido, o doña Lupe... gente mala.

Lo mismo nos pasa a nosotros, Baldomero; ¿pero qué quiere que hagamos?... ...¡Es una fatalidad!... Así es, Baldomero... y para es una pena como usted no se imagina... ¡Háblelo, don Lorenzo...! usted puede mucho... dígale cómo está el viejo... ¡lléveselo, señor!... ¡lléveselo por lo que más quiera!... aquí va a ser su perdición...

Todo sea por Dios. ¿En qué casa, por pobre que esté, no hay recado de escribir? Se ofrece echar una firma, tomar una cuenta, apuntar un nombre o señas de casa para que no se olviden... Tome usted este lápiz, que ya está afilado, y lléveselo también, y cuando se le gaste la punta, se la saca usted con el cuchillo de la cocina».

¿Y por eso se asusta V., tonta?... Revolviendo mi armario, he tropezado con ese sombrero del señor, que no cómo vino a dar a él... Me estorbaba y lo he sacado... Si V. lo quiere y puede sacar algo de él, lléveselo... no sirve para nada. Muchísimas gracias, señorita dijo la doncella, saliendo con el sombrero en la mano. Tengo un hermano a quien le servirá tal vez... No se habló más del asunto.

Así se te pudra todo el dinero que guardas, y se te convierta en pus dentro del cuerpo para que revientes, zurrón de avaricia. Coja usted el libro y el lápiz, y lléveselo con mucho cuidado... no se le pierda por el camino. Bueno: ¿se ha hecho usted cargo? ¿Me responde de que apuntarán todo? , señor... no se escapará ni un verbo. Bueno.

Cuando D. Álvaro abrió los ojos al fin y le vio enfrascado en la lectura, le preguntó sonriendo: ¿Le interesa a usted ese libro, padre? Muchísimo. Pues lléveselo usted... Llévese usted el primer tomo, que ése es el segundo. Y levantándose y sacándolo de uno de los armarios, se lo presentó al sacerdote. Este vaciló en tomarlo. ¿Está condenado por la Iglesia?

Había querido ir al encuentro de Roberto para prepararlo a la espantosa noticia, y veía con terror que llegaba demasiado tarde. El viejo Hellinger se adelantó vivamente a recibirlo y le cuchicheó en el oído: ¡Lléveselo usted, está como un loco! Aquí nada podremos obtener de él.

Al fin podrá usted volver a sus ocupaciones ordinarias. Ya decía yo que en cuanto estuviera usted libre... por aquello de muerto el perro se acabó la rabia». Rubín contestó afirmativamente y con amabilidad. Después observó que Ballester sacaba de un cajón un paquetito de medicamento y se lo daba al Sr. de Quevedo, diciéndole: «Lléveselo usted; lo he pulverizado yo mismo con el mayor esmero.