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¡Oh! porque yo hundí cinco veces mi kangiar en la garganta del buen anciano emir que nos recogía a Sed'lha y a , y me hizo instruir como un rabino. ¡Dios del Cielo! ¡otro asesinato! ¡Usted asesino de su bienhechor! Había abusado de la hospitalidad que nos diera para seducir a mi hermana, con la que no podía casarse. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar, Blasillo?

Traté de consolarla con toda la elocuencia de que era capaz, hundí a la tía en el abismo más negro del infierno, y demostré a Marta menudamente que ella había nacido para desempeñar en la casa de Roberto el papel de ángel bienhechor. Pero todo fue inútil, no conseguí hacer revivir su fe en misma; el golpe la había herido demasiado profundamente.

Hundí en las manos mi frente ardorosa y quebrantada; busqué en mi cofre más íntimo alguna perla encantada, y en el cofre de mi vida no hallé nada, nada... ¡nada...! Septiembre, 1910. Te hablo en tu lengua; mis versos te dirán que hay un amor que en la hecatombe pretérita su raigambre conservó en lo más hondo y arcano de mi pecho.

Era peligroso seguir allí y hundí otra vez las espuelas en los ijares de mi caballo, a la vez que clavaba mi espada en el pecho del rufián que tenía delante. La bala de su revólver me rozó una oreja; tiré de la espada, pero no pudiendo arrancársela del cuerpo la solté y salí a escape en seguimiento de Sarto, a quien divisé en aquel momento a unas veinte varas de distancia.

Revolviendo atrás, hundí las espuelas, y mi caballo se puso de un salto en la nueva fila. No vi a mi lado más cara conocida que la de Marijuán. El Conde y Santorcaz habían desaparecido. En el mismo instante mi caballo flaqueó de sus cuartos traseros.

Hundí en las manos mi frente ardorosa y quebrantada; pedí al pábilo amarillo la lumbre de una mirada, y en el fondo de mi vida no hubo nada, nada... nada. ¡Oh vacío de las almas...! ¡Oh negras horas tediosas en que no hay para las manos que tiemblan divinas rosas, ni para los ojos tristes un vuelo de mariposas novias del sol...! ¡Oh infinita pesadumbre de las cosas!

Caí a su lado, sentado en el suelo, y hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos abiertos fijos en el techo.

Pues verdaderamente que el señor Confucio no anduvo desacertado en la parabolita dijo la marquesa . Pero al aplicarte el cuento, te las calzas al revés, amigo mío... No debes de decir subí, sino bajé, porque esos triunfos de tu vida no te han ensalzado, sino rebajado mucho... Por eso debiste decir: «Bajé al charco de Tam-Sam y la idea de la virtud la perdí de vista, me hundí en la cisterna de Tai-Sam, mucho más profunda, mucho más cenagosa, y las ideas del honor y del deber se borraron del todo...»