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Se abrían las ventanas de las casas vecinas al río; pasaban por el puente los carros cargados de vituallas para el mercado y las filas de hortelanas con grandes cestas en la cabeza. Toda aquella gente miraba con interés al diputado. Vendría de pasar la noche pescando. Se lo decían unos a otros, a pesar de que en la barca no se veía ningún útil de pesca.

Vivía en el mundo ideal de sus lecturas, rozándose con mujeres elegantes, perfumadas, espirituales, de cierto arte en el refinamiento de sus vicios. Las hortelanas tostadas por el sol que enloquecían a su padre como brutal afrodisíaco, causábanle la misma repugnancia que si fuesen mujeres de otra raza; seres de una casta inferior.

Y aquellos hombres, que en presencia de sus esposas tenían buen cuidado de callarse cuando éstas hablaban con indignación de la extranjera, admirábanla con el fervor instintivo que inspira la belleza y envidiaban a su diputado. Las viejas hortelanas envolvían a los dos en una mirada cariñosa. «Formaban buena pareja; ¡qué matrimonio tan guapo podrían hacer

En el padre de Rafael aún quedaba mucho de aquel estudiantón que tanto había dado que hablar. Sus gustos de libertino rústico le hacían perseguir a las hortelanas, a las muchachuelas que empapelaban la naranja en los almacenes de exportación.

Voy todos los miércoles al mercado, compro pollos y huevos, discuto por gusto con las vendedoras para acabar dándolas lo que piden, convido en la chocolatería a las hortelanas de este contorno, y vuelvo a casa escoltada por todas ellas, que se admiran al oírme hablar con Beppa en un lenguaje extraño. ¡Si viera usted lo que me quieren!... En sus ojos leo el asombro al reconocer que la señoreta no es tan mala como dicen las de la ciudad. ¿Recuerda usted la pobre hortelana enferma que vimos en la ermita aquella tarde?

La muchedumbre, oliendo a sudor y a tierra, agitábase en el mercado, bajo la luz de los primeros rayos del sol. Se abrazaban las hortelanas al encontrarse, y con la cesta en la cadera metíanse en la chocolatería a celebrar el encuentro; los labriegos formaban corro, y de vez en cuando iban a beber una copa de aguardiente dulce para tomar fuerzas.

Llegaban los labradores, con la faja abultada por los cartuchos de dinero, a comprar lo que necesitaban para toda la semana allá en su desierto, rodeado de naranjos; iban de un puesto a otro las hortelanas, elegantes y esbeltas cual campesinas de opereta, peinadas como señoritas, con faldas de batista clara que, al recogerse, dejaban al descubierto las medias finas y los zapatos ajustados.

Y contemplaba con ojos extraviados aquella garganta desnuda, de tentadora nitidez, realzada por el rojo pañuelo; el pecho robusto, sobre cuya tersa morbidez descansaban sus violetas. Las dos hortelanas al ver a Rafael cambiaron una sonrisa maliciosa, un guiño significativo, y pasaron delante de la señora con el propósito marcado de no estorbarla con su presencia. Sigan ustedes dijo Leonora.