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Entre los objetos curiosos que hemos notado, no puedo menes de hacer mérito de un baston de Richelieu, expuesto al público en el pasaje de los Panoramas, en una galería que debe ser la de Feydeau, tienda núm. 6. Quise conocer su valor en venta, y la señora del establecimiento me dijo que el precio último era mil francos.

En la calle de Montmartre, cerca de la calle Feydeau, hácia el bulevar de los Italianos, hay una bollería. Pues bien, en esa bollería me han dado cuatro mercis por un bollo que valia un sueldo, ó sea tres ochavos. ¡Cuatro gracias por tres ochavos! ¡Ni á ochavo por gracia! Esto me aflige, me contrista, me ahoga; y como no puede menos de ser, me quita el gusto del trato social.

Me interné más en los jardines, y me solo; no tenia más compañeros que las flores y el rumor indeciso de una leve brisa de verano, y me parecia que distaba de Paris muchas leguas. ¡Cuánto preferiria una gruta aquí al hotel de la calle Feydeau! ¡Cuánto más grata me seria esa casita que estoy viendo, cerca de la estátua del pintor Lessueur! Ahora me siento enfrente de la estátua.

En la plaza de la Bolsa hemos hallado dos jóvenes de veinte ó veinticinco años, que saltaban en una cuerda, juego que en Andalucía se llama de la soga. Lo mismo hacia en la calle Feydeau una mujer que tenia varios hijos. En la calle de Richelieu, una mujer se ataba las enaguas blancas, adoptando apenas reserva alguna, sin que esto causara maravilla á los transeuntes.

Sin embargo, hoy se invoca aún por cierta escuela la moralidad de aquellos tiempos. Cierta escuela grita aterrada que tocamos ya un período disolvente, que nos precipitamos por instantes en un abismo de perdicion. La escuela á que me refiero dice bien: corremos por instantes á la disolucion.... de dicha escuela. A las once en punto entraba en el patio del hotel de Feydeau.

Despues que hubimos descansado un instante, nos lavamos, y aún con el polvo del camino encima, salimos á dar una vuelta, como suele decirse. Bajamos por la calle Feydeau, torcimos á la derecha, y á pocos pasos nos hallamos en la plaza de la Bolsa, cuyo suntuoso palacio descubrimos confusamente entre dos luces.

Mi mujer estaba encantada. Tenia razon: aquello parecia un bosque hechicero. ¡Si todo fuera así! Eran casi las diez, estábamos muy léjos de la calle de Feydeau, nos encontrábamos muy cansados, yo tenia que escribir esta reseña, y determinamos dejar para otro día la visita de la calle de Rívoli, hasta el palacio del ayuntamiento, y si el tiempo lo da, hasta la plaza de la tan célebre Bastilla.