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Híceme estas preguntas, porque enlazando sus motivos con el efecto que me había causado la inesperada ocurrencia del empecatado mediquillo, cabía suponer la existencia, en que jamás había creído, de ciertas corrientes misteriosas por lo más hondo e inexplorado del corazón... De todas maneras, existieran o no esas corrientes, el coincidir Neluco y yo, por impulso propio y espontáneo, en un punto tan singular y concreto; yo esbozando la idea mentalmente, y él, como si me la hubiera leído en el cerebro, presentándomela después con visos de realidad, era sobrado motivo para consagrar al caso toda la atención que yo estaba consagrándole.

Pensaba haber dado de improviso en la charca de sus pesadillas, y que aquel empecatado matrimonio se deleitaba en zambullirla en lo más hediondo de ella. Y era de admirar que el caso, con tanto como le dolía, no la indignaba contra nadie. ¿Por qué echar la culpa a quien no la tenía? La culpa estaba en ella, en ella sola, y el peso de esa culpa era lo que la turbaba y remordía.

Por último, aquel empecatado de don Alvaro, aunque tenía tan egregia y bella esposa, se dejaba llevar a menudo de las más villanas inclinaciones, y en una o en otra de sus dos magníficas caserías alojaba con mal disimulado recato a alguna daifa, por lo común forastera, que había conocido y con quien había simpatizado, ya en esta feria, ya en la otra.

Por dónde me iba conduciendo el empecatado mediquillo de Tablanca, me sería imposible decirlo ni aun con el plano del terreno a la vista. Alguna vez creí hallarme en un pedazo de senda recorrida días atrás en compañía de don Sabas; pero sin darme tiempo para salir de dudas, dejaba mi conductor aquel camino trillado y echaba por donde menos era de esperarse.

Tosía, agarrándose a la mesa, como si la cólera le amagase con una congestión, y pudiera caer redondo en el suelo. Luego vinieron las lamentaciones del industrial. ¡Para esto había servido el saqueo que durante su ausencia había hecho en sus mejores vinos el empecatado pariente!

Mi amigo, que se anunció con un resoplido digno de mejores pulmones pues el pobre no los tiene muy sanos tomó sillón y alientos. ¿Has recibido mi carta? . ¿Presumes á qué vengo? No. Pues vamos al grano. ¿Quieres acompañarme á un viaje? ¿Por mar ó por tierra? Por mar. Pero ¡hombre! estás empecatado. Es la época de los baguios.

Pero aun así, he huído con mucho cuidado de escribir notas por las cuales se me pudiese encasillar junto a Lucas de Valdés y Toro, aquel empecatado cirujano cordobés que en 1630 dió a la estampa un opúsculo perogrullesco intitulado así: Tratado en que se prueba que la nieve es fría y húmeda .

Los más importantes dignatarios de la Orden quisieron favorecerle si cambiaba de conducta, hablando de nombrarle Bailío de Negroponto o Gran Castellán de Amposta. Pero el empecatado don Príamo no se corregía, y continuó siendo un libertino temible, de humor fantástico y desigual para los otros caballeros.

Los demás comensales abrieron paso a la pareja, a la cual siguieron Bermúdez muy complacido, Fuertes algo maravillado, y don Adrián hasta orgulloso con aquel gallardo arranque del empecatado muchacho. El «flash»